Leonor frecuentaba los museos desde que tenía uso de razón. Su
padre la llevaba y le explicaba antes, durante y después de la visita
todos
los pormenores de los temas y los símbolos de los cuadros
más importantes.
A lo largo de toda su vida, sintió una especial atracción por estos
lugares. Los consideraba espacios casi sagrados, como una
iglesia, donde había
que guardar silencio y recogimiento.
Permanecía horas y horas de pie, oyendo el audio-guía
correspondiente, porque no quería perderse detalle de ningún
cuadro. En las grandes exposiciones ni almorzaba. Aguantaba, a
veces
el día entero, con un refresco y unas tapas todo el tiempo
que requería la muestra.
En las últimas visitas, iba notando que había pocos bancos. A
veces, ninguno. Sentarse a descansar y contemplar un cuadro,
mientras oía
el audio-guía, suponía para ella un placer inenarrable.
En ocasiones, los pocos bancos existentes eran tan bajos,
que
obligaban a realizar un gran esfuerzo para sentarse y levantarse.
Cartelas, letras minúsculas. Había que acercarse mucho para
leerlas.
Estaban colocadas sin pensar en la vista de los ancianos,
que pasaban disimulando su decepción.
Aquel día, sentada en un banco a la salida, cansada, se preguntaba
qué había cambiado. La respuesta la encontró en el espejo del
servicio
del museo. Habían pasado los años, muchos años, más de
los que quisiera contar. Llegó a
la conclusión de que un museo no
era lugar para viejos.
El dilema era o visitar la misma exposición tres veces para no
cansarse,
cosa que su presupuesto no le permitía, o bien dejar de
ir al museo, añadiendo una renuncia más a las
muchas que había
tenido que hacer por el paso de los años: viajes, largas
excursiones, etc.
Gran dilema. Lo
resolvería otro día. También a los organizadores
les llegaría la vejez.