Nº Registro Intelectual 201799901415311
Capítulo 4
Después de la visita, Marta decidió volver andando a su casa. Habían comprado el piso hacía unos años, con un pequeño jardín para los niños, “¿para qué?, si al final todo se estropeó y el piso se quedó grande”. Movió la cabeza, respirando hondo. “El pasado, al mar”.
Siempre que visitaba a su amiga terminaba agotada por la tensión. Temía estorbar. Conocía bien a María y a su marido. Su vida social era tan intensa que no podían profundizar en los sentimientos de las personas que les rodeaban. Notaba que la posición de María con respecto a ella era algo así como: “No te necesito para nada, pero me gusta saber que estás ahí, a mi disposición”. Ésta sería su eterna deuda por la ayuda económica prestada por Doña Soledad.
Era temprano para la cena y decidió sentarse en un banco del parque para descansar. El lugar era agradable y recoleto. La temperatura, suave, de principios de otoño. La frondosa vegetación del entorno y el murmullo de la fuente próxima le recordaban las riberas de su pueblo. Allí vivían las dos familias, la de María de Soto y la suya. Las escenas de su niñez acudieron a su mente, sobre todo, aquella enigmática conversación que oyó en tono confidencial entre Doña Soledad y su padre, cuando era pequeña y fingía jugar. Todavía no la había olvidado.
--Mira, Tomás, no podemos consentir que Marta se quede sin una educación tan buena como la de María. Comprendo que no permitas que ahora vayan al mismo colegio por el “qué dirán”, pero no quiero que se quede sin una carrera universitaria por falta de medios. Económicamente puedo y debo hacerlo y tú sabes por qué. No creo que tu mujer ponga ninguna objeción—susurraba Doña Soledad.
--Me temo que Mariana no sea de su misma opinión. Ella quería una hija para tener compañía, ayudarle en la casa y en los encargos de costura. Será difícil convencerla, porque ése no fue el trato—contestaba su padre en el mismo tono.
--Tú por eso no te preocupes. Con dinero todo se arregla.
Ella escuchaba la conversación como si se refirieran a otra persona. Se estaba planificando su vida y nadie le preguntaba. “Los niños no interrumpen las conversaciones de los mayores”. Primera regla del libro de Urbanidad.
Sentada en el banco del parque, Marta recordaba todos los detalles como si la escena estuviera pasando en ese momento. Miró el reloj. Aún era temprano para volver. Estaba muy a gusto en el silencio del jardín y siguió recordando.
Todo sucedió como estaba planeado. El curso anterior a la universidad lo hicieron las dos niñas en un instituto de Sevilla. Los profesores decían que María era muy inteligente, pero que estudiaba lo justo para aprobar. Tenía una intensa vida social. Ella, en cambio, se daba perfecta cuenta de su posición. Su porvenir dependía de sus buenas notas y no tenía ni tiempo ni dinero para alternar con amistades.
Volvió al presente. Por el sendero de la derecha aparecieron paseando dos mujeres. En el arreglo y el modo de andar, Marta comprendió que se trataba de una anciana, enferma y rica, y su señora de compañía. Las dos iban discutiendo en voz baja, pero al pasar y darle las “buenas tardes”, ella no pudo dejar de oír parte de su conversación.
--Pues ya sabe usted que no me gustan nada las reuniones familiares.
--Pero, Doña Sagrario, son sus hijos, sus nietos, sus sobrinos…
--Peor me lo pones. Uno a uno puedo soportarlos, pero todos juntos me abruman.
--Creo que exagera. ¿Por qué no…?
Las dos mujeres continuaron su camino.
“¡Ah, las reuniones familiares!” Dos vinieron inmediatamente a su imaginación. La primera en casa de Doña Soledad. Merienda alrededor de la mesa, olor a buen café, mantel y servilletas de hilo, tazas y platos de porcelana fina, servicio de plata y flores frescas en los jarrones del aparador. María y ella habían terminado con buenas notas el curso de preparación para la universidad. El motivo de la reunión era doble, celebrarlo y presentar a Agustín, el novio de María, a su madre. Agustín estaba estudiando el último curso de medicina. Era el típico “señorito andaluz”, de familia venida a menos, engolado y donjuán. Siempre había sentido una inexplicable atracción por este tipo de hombres. No podía dejar de mirarlo. Su forma de expresarse, su ropa, sus gestos, la seguridad en sí mismo. Todo en él estaba pensado para seducir a quien se pusiera por delante. Cuando se dirigía a ella, le hacía sentir como si fuera la persona más importante del mundo. Sabía que previamente él se había informado de la situación económica de María y de su condición de hija única.
En la reunión familiar Doña Soledad observaba a su hija y Marta observaba a Doña Soledad. Veía en sus ojos el orgullo de una madre al contemplar la esbelta figura de su hija, de pie, sirviendo el café. La mirada de la anciana pasaba de su hija a Agustín con gesto de aprobación.
--Bien, enhorabuena a vosotras dos por las notas Si tu padre pudiera verte, se sentiría orgulloso. Todos los días lo echo de menos—dijo Doña Soledad con una sombra de tristeza que superó enseguida--. Y a vosotros, Agustín y María, además, mis felicitaciones por el noviazgo.
-- Vamos, mamá, no te pongas triste. Hoy es un día feliz para todos.
--Tienes razón, hija. Venga, venga, ¿para cuando la boda? Quiero tener nietos antes de ser demasiado vieja. Hay que preparar el ajuar. Me hace ilusión empezarlo ya mismo.
Marta recordaba las palabras exactas.
--Estupendo—dijo María—todo arreglado. Marta, mañana por la tarde, si tus padres están de acuerdo, vamos a tu casa. Quiero encargarle a tu madre una mantelería para el ajuar y eso lleva su tiempo.
Ella pudo disimular su disgusto con una sonrisa y un leve gesto de asentimiento. Ahora sí que Agustín vería su casa, los muebles, a su madre, que clasificaba a las personas por su origen: “Origen brillante, origen humilde”. Agustín sería de “origen brillante”, sin duda. Sin embargo, esperaba contar con la complicidad de su padre. Y al fin y al cabo, “Una lección de humildad siempre viene bien”, se decía en estas situaciones para consolarse.
Cuando llegó a su casa y se lo dijo a su madre, aquello fue un “no parar”: limpieza a fondo, pañitos de croché nuevos en las butacas, magdalenas en el horno, el mejor mantel y las mejores tazas.
--Si lo hubiera sabido antes, habría hecho limpieza general y unos pasteles mejores.
--Mamá, sólo vienen a encargarte una mantelería.
--Aún así. La limpieza es la honra de los pobres.
¡Reuniones familiares! Aquella no la olvidaría nunca. “Durante la visita su madre se comportó obsequiosa hasta la extenuación. Su padre sí la miraba a ella con orgullo. Pudo leer los pensamientos de Agustín comparando la casa y a la madre de María con lo que veía allí. Recordaba el sentimiento de humillación y la sensación de impotencia. No podía hacer otra cosa que sonreír y poner cara de tonta.
Aún ahora, sentada en el banco del parque, se preguntaba cómo había podido vivir en aquella casa, en aquel pueblo y con aquella madre tantos años. Había pasado su niñez oyendo: “¿Cómo van a ser iguales hombres y mujeres?” o “¿Para qué les sirve a las mujeres estudiar si luego se casan? Son ganas de perder el tiempo y el dinero” o “Nunca te casarás. En la universidad, el que tenga dinero no querrá saber nada de ti porque sólo tienes las tierras de las macetas, y el que no tenga carrera pensará que una universitaria no tiene ni idea de cómo llevar una casa” o “¡Qué rara es tu hija! Se pasa el día leyendo”. Ella misma se consideraba una niña rara. Su madre contestaba: “Y eso que yo no la dejo, en las casas siempre hay algo que hacer”.
Por la parte izquierda del parque, apareció una joven pareja con dos niños. El padre llevaba en sus brazos una preciosa niña rubia, de ojos azules, recostada en su hombro. La madre empujaba un cochecito con un bebé dormido. Marta olvidó sus recuerdos y los contempló atentamente. Ellos no le prestaron atención. Ni la miraron al pasar junto a ella. Iban comentando que el lugar era su favorito porque se hicieron fotografías después de su boda.
Se quedó contemplándolos mientras se alejaban. “Algo así deberá ser la felicidad, algo natural y sencillo. Algunas personas la consiguen sin esfuerzo aparente, pero a otras les está vedado, no se sabe por qué razón”.
Marta miró el reloj. Había oscurecido sin darse cuenta. Con paso apresurado se dirigió a su casa. Comenzaba a caer el relente propio de la época. Se ajustó la chaqueta y se dijo a sí misma: “El pasado, al mar”.
Capítulo 5
Después de la visita a María, los días de Marta transcurrieron con la monotonía de la vida docente: cumplir el horario lectivo, fines de semana para hacer las compras, preparar clases, corregir exámenes, ver alguna obra de teatro, alguna película interesante. La visita, los viernes por la tarde, a los niños enfermos del hospital era lo único que rompía su rutina. Antes de ir les compraba cuentos, peluches, juegos. Eso le hacía ilusión.
Las relaciones sociales eran escasas. Rodrigo y ella siempre tuvieron dificultad para conectar con algún grupo de compañeros. En cambio, María y Agustín tenían casi todos los fines de semana algún compromiso: cenas en restaurantes caros o en casas de amigos, escapadas de fin de semana a buenos hoteles. María los animaba a veces a acompañarlos, pero ella rehusaba con cualquier pretexto. Ni pertenecían a ese ambiente ni económicamente se lo podían permitir. Muy de tarde en tarde, iban a casa de María a cenar. En rara ocasión, María y Agustín se acercaban a su piso.
En cambio, a Marta le encantaba que Emma viniera a su casa. Con ella se encontraba a gusto, se sentía de igual a igual, quizás algo superior, sobre todo, cuando Emma le pedía ayuda.
Aquella noche de sábado fue una de esas ocasiones. Los tres acababan de cenar, charlando animadamente, pero Marta notaba a Emma distraída.
--¿Te pasa algo, Emma? Te noto preocupada—dijo Marta, empezando a recoger la mesa.
--Pues sí. Estamos a principios de diciembre y después de las vacaciones tengo que presentar en el seminario feminista que estoy haciendo un trabajo con el título “La mujer en una sociedad de hombres, un ejemplo práctico”. Al principio, me pareció fácil con Internet y todo eso, pero después la cosa se complicó. Me siento perdida.
--Internet no siempre te soluciona los problemas—exclamó Rodrigo con vehemencia y se levantó para buscar unas copas y el Baileys, que a Emma le encantaba.
--Bueno, Emma, no te preocupes. Ya buscaremos una solución—añadió Marta para suavizar la respuesta de su marido.
Rodrigo volvió con las copas y la botella. Emma no quiso seguir hablando de sus problemas. Intuía que a él no le agradaban demasiado aquellas reuniones, pero Marta insistía tanto y ella estaba tan sola que siempre aceptaba la invitación.
Después de la cena, charlaron un rato más. Emma se levantó para despedirse.
--Bueno, tengo que irme. Es muy tarde y como dice mi abuelo: “El undécimo mandamiento, no molestar”. Yo pienso igual.
--Tú nunca molestas. Ésta es tu casa—se apresuró Marta a responder.
Emma les dio las gracias en la puerta del piso y “La próxima en mi casa, cuando esté libre de niños”, dijo riéndose.
--Espera, bajo contigo al coche—añadió repentinamente Marta—.Será sólo un momento, Rodrigo.
--Las mujeres siempre con secretos, ¡cómo sois!
Las dos amigas bajaron en el ascensor, comentando las recetas de la cena.
-- Por lo de tu trabajo, no te preocupes. Si te parece bien, quedamos un sábado por la tarde en tu casa y lo organizamos todo. Se lo puedo decir también a María para que venga—le propuso Marta, antes de abrir la puerta de la calle.
--Os estaré muy agradecida. En esta época siempre estoy apurada de tiempo. Con el trabajo, las clases, los exámenes de los niños…La verdad es que el final de trimestre es agotador.
--Quedamos entonces en que tú nos dices el día que te venga bien y después fijamos la hora. Precisamente tengo que hablar con María mañana y se lo comentaré. A ver qué piensa ella.
Cuando Marta le confirmó que María aceptaba encantada, Emma empezó a planearlo todo para que la reunión resultara perfecta. Los niños pasarían el fin de semana con el padre. Haría limpieza a fondo: cuarto de baño, cocina, ordenaría las habitaciones…Todo tenía que estar reluciente para cuando enseñara a sus invitadas las reformas que había hecho en el piso. Pasó revista y apuntó en su agenda los pequeños detalles: lavar y planchar el mantel y las servilletas, comprar un juego nuevo de tazas, informarse con disimulo de la marca de café que preferían, comprar pastas…Para ella era un honor que vinieran a su casa. Recordaba sonriendo lo que le decía su madre cuando era pequeña y le inculcaba la importancia del orden y la limpieza: “Hija, la limpieza es la riqueza de los pobres” y a fe que había tenido su madre éxito en el empeño.
El día acordado, un sábado frío y lluvioso de diciembre, Emma se levantó muy temprano. Se asomó a la ventana y frunció el ceño. “Tengo que darme prisa para tener todo listo a las cinco. Deberían darme un diez en organización práctica de la vida, pero eso, por desgracia, no se puntúa en ninguna asignatura”. A las cinco menos cuarto, toda la casa estaba en perfecto orden. A las cinco sonó el timbre. Era Marta.
--¡Qué día se ha puesto!—exclamó con gesto de disgusto, quitándose la gabardina y dándole el paraguas a Emma--.Menos mal que Rodrigo me ha podido traer.
Poco después, el timbre anunció la llegada de María. Entró, sonriendo. Marta la examinó de arriba abajo: sombrero Borsalino, gabardina de Burberry, un precioso pañuelo de seda natural y un bolso de marca que no había podido identificar.
--Buenas tardes, es un decir. ¿Dónde puedo dejar el paraguas?
--Trae, yo lo pongo dentro para que se seque. Me encanta este bolso, te lo digo cada vez que lo veo—precisó Emma.
--Te lo dejaré en herencia— le contestó María, sonriendo y saludando a la vez a Marta con la mano--.Ya estamos las tres. ¡Qué tarde más buena para reunirnos y preparar el trabajo! Con tardes así dan ganas de ponerse a estudiar. Además, Agustín tiene una reunión con unos amigos en casa para tratar de negocios y me ha encantado tener una excusa para salir. Hemos quedado en que él vendría a recogerme. Me espera en el coche a las ocho.
--Venga, antes de sentarnos, os voy a enseñar los cambios que he hecho en mi casa—propuso Emma--. Es pequeña y está lejos del centro, pero para mí es lo mejor del mundo. Como dicen los ingleses: “Mi casa, mi castillo”. Aquí me siento a salvo de todo.
--Los cambios han quedado muy bien—comentó María, mientras las tres amigas se asomaban a las habitaciones.
-- ¿Queréis tomar café ya o empezamos y después hacemos un descanso?
--¿Por qué te molestas, Emma? Hemos venido a ayudarte y no a darte trabajo—protestó María cuando se sentaron.
--Es un placer para mí. No se hable más. Traigo el café y podemos hacer las dos cosas a la vez.
Al momento, estaban las tres sentadas confortablemente en el salón con el mantel y las servilletas planchadas, las tazas nuevas, las pastas y un delicioso olor a café .La luz indirecta de la lámpara de pie y de los apliques de la pared proporcionaba un ambiente en penumbra apto para las confidencias. Emma sirvió el café mientras hablaban de cuestiones familiares y de cómo celebrarían las próximas navidades. Las tres coincidieron en visitar a la familia, cuestión de obligado cumplimiento. Emma estaba encantada con el ambiente tan agradable que había conseguido crear y su comentario cerró la conversación.
--Después de tantas reuniones familiares y tantas comilonas, ¡qué bien se está en casa, con la rutina de cada día!
María la animó a entrar en materia.
--Bueno, ya sabéis el título del trabajo:“La mujer en una sociedad de hombres, un ejemplo práctico”, pero no sé ni por dónde empezar. Es un tema muy extenso y temo perderme. Esperad un momento, que voy a subir luz de la lámpara y a coger folios y un bolígrafo para tomar notas.
--Yo he pensado que podrías tener como hilo conductor el derecho al voto de las mujeres—propuso Marta--.Ese tema lo tengo muy trabajado.
--Sigue pareciéndome extenso—respondió Emma.
--Puedes seleccionar los países que te parezcan más significativos. Por ejemplo, el derecho al voto les fue concedido a las mujeres en Francia en 1944, en España en 1931, gracias a la lucha de Clara Campoamor--aclaró Marta, leyendo el folio donde tenía anotada la propuesta.
--“Concedido”, tiene gracia la palabra. Me pone enferma que una parte de la sociedad se “digne” conceder sus derechos a la otra parte—exclamó Emma con vehemencia.
Maria intervino pasando por alto el comentario de Emma.
--También puedes orientarlo hacia el hecho de que las mujeres hasta anteayer tenían que escoger entre la familia y su vocación. Esta elección se puede observar desde la mitología clásica hasta Montalcini. Si te decides por una figura femenina relacionada con la literatura, mi propuesta es Rosalía de Castro. En 1866 publicó un artículo que se titulaba “Las literatas: carta a Eduarda”. Para mí es muy representativo de lo que suponía ser mujer en un mundo de hombres.
-- Si eliges el tema del voto, te puedo proporcionar datos que ilustren la dificultad del empeño—añadió Marta, abriendo una carpeta--. Aquí traigo algunos apuntes que te pueden servir.
--Recuerdo una serie que vi, sin comprenderla mucho porque era muy joven, sobre las sufragistas. Estaban en huelga de hambre por el derecho al voto y eran alimentadas a la fuerza con un embudo—dijo María en tono apesadumbrado.
--Otra manera de desprestigiarlas era ridiculizándolas. Por ejemplo, la madre en la “inocente”película Mary Poppins – comentó Marta.
--¡La madre que parió a más de uno! ¡Y que haya gente que no vota porque prefiere irse a la playa!—exclamó Emma, animándose al ver el sesgo que tomaba su trabajo—.Bien, veamos la segunda parte: un ejemplo práctico.
--En mi opinión, —aclaró Marta—la revolución del siglo XX ha sido la de las mujeres. Ha sido una revolución silenciosa y lenta. Ha ido pasito a pasito, generación a generación, sin cortar la cabeza de nadie, con mucha dificultad porque se mezclan sentimientos, emociones, razones y derechos. Empieza teniendo que enfrentarse a la propia familia para ir ampliando el círculo. Es muy difícil que el colectivo masculino renuncie a los privilegios que la sociedad le concede por el solo hecho de nacer varón.
--Por supuesto—interrumpió indignada Emma--. Ése fue uno de los motivos de mi separación. Se supone que las tareas domésticas, la educación de los hijos y todas las faenas ingratas y monótonas, pero imprescindibles para la vida, pertenecen al género femenino y encima debemos disfrutar con ellas y, si no disfrutas, eres rara.
-- Y no te olvides de las mujeres machistas que son peores que los hombres. Pueden ser hasta las propias madres y no digamos las suegras y las jefas—añadió Marta, remachando la tesis.
--Bueno—interrumpió María—no sigamos por ese camino, porque nos desviamos del tema y caemos en las cuestiones personales. Como sugerencia y para cerrar tu trabajo podrías poner que la única sangre derramada en esta revolución es la de las propias mujeres. Pierden su vida por defender su independencia y su derecho a ser consideradas personas. Por no tener, esta revolución no tiene ni nombre.
Un relámpago interrumpió la conversación y les hizo volver la cara hacia la ventana. Llovía con mucha intensidad.
--También se me ocurre que si el hilo conductor va a ser el derecho al voto femenino, centrarme en la figura de Clara Campoamor—propuso Emma--.De esta manera le haríamos justicia.
--Buena idea. Que no se te olvide comentar que la famosa Pepa, la constitución de 1812, les negó el voto a las mujeres —apostilló Marta.
Una insistente llamada del portero automático interrumpió la conversación.
Emma se levantó para contestar.
--¡Dios mío!, ¿qué hora es? Seguro que es Agustín. Estará hecho una fiera porque no le gusta nada esperar. Me voy antes de que suba—exclamó María, levantándose nerviosa.
Emma y Marta se miraron sorprendidas.
--Bueno, mujer. No te pongas así--dijo Emma conciliadora--. Ahora le digo que bajas enseguida, que ya hemos terminado. O mejor, que suba y se tome un café.
--De subir, nada. Montará una escena. No sabéis cómo se pone cuando tiene que esperar—advirtió María con gesto preocupado.
Emma se dirigió al portero automático e intentó mantener una conversación con Agustín, pero le fue imposible. Volvió al salón y se dirigió a María.
--Siento decirte que no he podido hablar con él. No razona.
--Me voy enseguida—susurró María cogiendo el bolso, la gabardina y el paraguas que le alargaba Emma--. Siento haber estropeado la velada.
--Mujer, no te preocupes por eso—le habló Emma casi al oído, mientras la abrazaba y la acompañaba hasta la puerta.
--Adiós, Marta.
Fue todo lo que atinó a decir María antes de salir.
Después de la salida de María, Marta y Emma se quedaron en silencio y se acercaron a la ventana. Había escampado y desde allí pudieron contemplar el nuevo coche de alta gama de Agustín y cómo éste gesticulaba amenazando a una María encogida y cabizbaja. La sujetó del brazo y la metió en el coche con violencia. Después le dio la vuelta al vehículo y se puso al volante. María levantó la vista hacia la ventana y agitó la mano en señal de despedida. Ellas le contestaron como autómatas.
--Dios quiera que no tengan un accidente—musitó Emma, separándose de la ventana mientras reflexionaba con pesar. “Qué pena que todo se haya estropeado. Con la ilusión con la que yo preparé la tarde. Pero más lo siento por María. Noto su angustia. Trabajo en su casa y pensaba que, al menos, aquel hogar era perfecto. Necesitaba creer como Borges que el cielo existía en algún sitio aunque yo no estuviera en él. Ahora sólo queda la desesperanza”.
--Si no te importa, Marta, voy a llevar las tazas a la cocina. Siento que todo haya terminado así. Nunca me hubiera imaginado una escena como ésta. La casa de María es la perfección para mí. La verdad es que a Agustín lo veo poco y siempre se muestra amable conmigo. ¿Tú crees que esto ha sido una escena de un día o la cosa viene de antiguo?
--No lo sé. Espera que te ayudo. Estoy tan sorprendida como tú. María es muy reservada con su vida privada y sólo deja traslucir cosas positivas. Siempre le va todo muy bien; la verdad es que la vida ha sido muy generosa con ella. Todos nos hemos criado con leche, pero ella se ha criado con leche y miel, y eso se nota. De todas maneras, la llamaré por teléfono cuando llegue a mi casa. Seguro que me dirá que esto no tiene importancia. Mira, llaman al portero automático. Será Rodrigo. Me voy, un beso. Adiós. Gracias por el café.
Marta cerró suavemente la puerta del piso, pero no llamó al ascensor, sino que bajó despacio por la escalera. Necesitaba pensar. Se sentía envuelta en una nube de sentimientos contradictorios que, como una niebla, la rodeaba de la cabeza a los pies.
Cuando salió a la calle, Rodrigo estaba esperándola y le preguntó, antes de subirse al coche.
--¿Qué tal la tarde?
--. Bueno…ya te contaré.
Capítulo 6
Sonó el teléfono en casa de Marta. Ella se levantó de mala gana para cogerlo. No le gustaba hablar con nadie por la noche porque después se desvelaba. La llamada era de su padre. Su madre se había caído, se había roto la cadera y la tenían que operar con urgencia.
Nada más conocer la noticia se puso de mal humor. Sentía el accidente. Al fin y al cabo, su madre la había cuidado de pequeña y mal que bien le había hecho parecer ante los demás una niña normal en una casa normal. Y ahora, no tenía más remedio que corresponder.
Sentada, con la habitación en penumbra, pensaba en cómo organizarlo todo.
Rodrigo volvió muy tarde. Había tenido una reunión en el departamento, larga y con muchos problemas. Llegó cansado y hambriento. Marta le comentó la noticia.
--Te recuerdo que yo también me voy. Tengo que asistir al congreso de Cernuda—añadió Rodrigo después de interesarse por las circunstancias de la caída--. Te llamaré desde allí para ver cómo ha ido todo.
--María también va—susurró Marta.
Durante la cena, ella apenas probó bocado. Sólo intercambiaron algunas palabras. Él se ofreció a colaborar, pero el problema de Marta era otro.
Cada vez que pensaba en ir al pueblo a visitar a sus padres, le entraba una especie de angustia que en su fuero interno calificaba de “ansiedad depresiva”. Los síntomas físicos eran insomnio, ganas de vomitar, pérdida de apetito… Con estos precedentes iba retrasando las visitas cada vez más con diferentes excusas: “Que si cuando lleguen las vacaciones, que si estaba agotada”…Y eso que Rodrigo le recordaba cada dos por tres su obligación de buena hija. Él, por su parte, cumplía rigurosamente con sus deberes de hijo y visitaba a los suyos una vez al mes. Pero ahora, ella no tenía escapatoria. Durmió mal.
Al día siguiente, llamó su padre. La operación había salido bien. Él insistió en que ahora estaba atendida por profesionales y que cuando de verdad la iban a necesitar sería cuando saliera del hospital.
Aquella misma noche empezó otra vez el malestar. Sólo se sentía relajada haciendo crucigramas, pero casi nunca los terminaba por falta de paciencia. “Necesito una estrategia, un plan elaborado para representar mi papel de buena hija. Con mi padre no necesito fingir, él me conoce bien y me ayudará. No puedo perder de vista que sólo serán unos días y después volveré a Madrid, a mi trabajo, bendita rutina”. No pudo pegar ojo durante la noche.
Una vez organizado todo, sólo faltaba emprender el viaje. Preparó unos libros para leer durante el trayecto, aunque lo fundamental era llegar relajada. Incluir en cada estrategia espacios dedicados al descanso era muy importante para llevar a cabo una tarea de tal envergadura. No era nada, tener que volver al pueblo, encontrarse en las calles con los vecinos o peor con las vecinas a las que no recordaba, pero ellas sí la reconocían. Chismorreaban a sus espaldas, le hacían sentirse insegura, siendo ya una persona adulta, profesora de universidad, casada. Era como volver a los miedos de la infancia. Al miedo y a la inseguridad que proporciona una educación rígida, severa, sin un atisbo de ternura.
Solucionados los trámites administrativos, llegó el día señalado. Se levantó temprano, se arregló con esmero, terminó de hacer la maleta y se despidió de Rodrigo. No quiso que la acompañara a la estación. Odiaba las despedidas. En fin, “Sola ante el peligro”. Pondría cara de circunstancias ante lo que quisieran decirle y hablaría lo menos posible, por si acaso.
El vagón no estaba ocupado del todo. Al menos el viaje se presentaba tranquilo. Acomodada al lado de la ventanilla, notaba que se iba empequeñeciendo por momentos, recordando escenas de su niñez.
Aquella tarde, su madre fue a recogerla y se puso a hablar con la maestra en el patio del colegio. La señorita Ángela se deshacía en elogios con la pequeña Marta: “Que si es muy aplicada, que si es muy obediente, que si está muy atenta en clase…”. Su madre la cortó en seco diciendo: “Lo que es, es una hipócrita. Aquí se porta muy bien, pero en casa es una desobediente que no deja de darme disgustos”.
Durante el camino de vuelta a casa no despegó los labios. No comprendía exactamente el significado de la palabra “hipócrita”, pero intuía que era algo muy malo. Su reacción instintiva, ahora de mayor lo comprendía, fue estudiar más y portarse mejor en el colegio. Ese sentimiento de no contar nada de su vida, de callar cuando los demás hablan, de juzgarse a sí misma una y otra vez por si había ofendido a alguien sin querer, la acompañaría toda su vida. Admiraba a la gente que hablaba sin ton ni son, con libertad y sin justificarse. Sin embargo, ella se había esforzado lo indecible por agradar a su madre y hacerlo todo a su gusto. Renunció a un primer novio porque a ella le parecía poco. Menos mal, porque si hubiera seguido adelante, ahora estaría en el pueblo, haciendo punto, de cháchara, sentada en la puerta de la casa.
El tren llegó a Sevilla con puntualidad. Aún faltaban algunas horas para la salida del último autobús para el pueblo. Había decidido llegar por la noche. Mientras tanto, visitaría unos grandes almacenes para tomar algo y comprar un regalo para sus padres. Eso alejaría sus pensamientos. Sentada en la cafetería, observaba el ir y venir de los camareros, los grupos de personas comiendo, las familias, los niños pequeños, la vida en general. Se sentía extraña y ajena a todo esto. “En verdad, soy una hipócrita, tengo diferentes caras según el lugar donde estoy. Creo que la palabra “desarraigada” me vendría mejor. Eso es, soy una “desarraigada”.
Llamó a Rodrigo para decirle que había llegado sin problemas. Todo bien. “Ahora comienza la segunda etapa del viaje”.
Durante el trayecto en el autobús hasta el pueblo, decidió descansar, cerrar los ojos y dejar transcurrir el tiempo. Lo que iba a pasar después, ya estaba escrito y no podía modificarlo.
Nadie la esperaba en la estación. Su padre tenía que atender a la enferma y ella agradeció el rato de soledad hasta su casa. Era como retroceder en el tiempo. Todo estaba igual que la última vez, y que la penúltima, y que la antepenúltima. Al fin llegó, aunque se retrasó todo lo posible, andando cada vez más despacio. Llamó a la puerta con los nudillos y abrió su padre. Lo encontró más viejo y cansado.
--¿Qué tal el viaje?—le preguntó, besándola y cogiendo la maleta.
--Todo perfecto. ¿Cómo está mamá?
--Está mejor, pero necesita descanso. Acaba de dormirse. Ha preguntado por ti varias veces y le he dicho que el autobús se había retrasado, tenlo en cuenta cuando mañana te pregunte. ¿Qué quieres para cenar?
La cena fue fría y silenciosa. Todo en aquella casa era triste y sombrío. Habitaciones amplias, de techos altos, limpias, muebles oscuros, todo ordenado, siempre en el mismo sitio, testigos mudos de su infancia infeliz. Era una casa sin alma. No guardaba el eco de risas, ni de fiestas, ni de bailes, pero era limpia y ordenada.
Marta sintió que su estómago se negaba a tragar, pero no podía desairar a su padre y tomó algo, alabando la comida.
--¿Te importa que me acueste? Estoy muy cansada. Mañana quiero madrugar para ayudarte.
--No te preocupes, hija. Yo lo recogeré todo.
--Gracias, papá. Hasta mañana. Buenas noches.
--Que descanses.
Su habitación estaba tal como la había dejado. Austera, casi monacal, ninguna concesión a la frivolidad: una cama de tubo, una mesita de noche con lamparita, un enorme ropero para todo y la misma colcha de siempre. Tenía la impresión de que, en el fondo, su madre esperaba que volviera después de fracasar en la “capital” como ella llamaba a Madrid. Hasta la antigua muñeca de trapo estaba sentada en la cama. En cambio, escondida en el ropero, encontró la que le regaló María.
Durmió mal, pero se levantó temprano con tiempo suficiente para ducharse, vestirse con esmero y hasta maquillarse. Quería tener una apariencia radiante, de triunfadora. Aunque ella se consideraba así, cuando estaba en su casa del pueblo, volvía a ser la niña que escudriñaba la cara de su madre para saber qué había hecho mal.
-- Soy Marta. ¿Puedo pasar?
Entró con la bandeja del desayuno y la depositó en la mesita de noche. Besó a su madre.
--Hombre, ya era hora de que vinieras. Si no llegan a operarme ni se te ocurre. ¿Cuándo fue la última vez que apareciste por aquí? Antes, por lo menos, venías en vacaciones, pero ahora ni eso. Seguro que vas a ver a tus suegros antes que a tus padres.
--Pero, mamá…
--No sé por qué tu padre permite que tú trabajes en vez de estar aquí en el pueblo ayudándonos. Bastante ha hecho con darte una carrera.
--Mamá, no te pongas así. No te alteres, que eso no te hace ningún bien. A ver, incorpórate para que te pueda ahuecar la almohada. Ahora te pongo la bandeja. ¿Quieres que me quede o prefieres desayunar sola?
--Prefiero desayunar sola. Seguro que estás deseando ir a ver a Doña Soledad. No sé qué te dan en esa casa.
--Aquí te dejo el regalo que os he traído—dijo y salió con gesto resignado.
Nada había cambiado. “Y nada cambiará nunca”, musitó.
Comentó con su padre la escena sin ocultar su desánimo.
--No te preocupes, hija. Tu madre es así. Ya sabes: “Genio y figura hasta la sepultura”. Anda, ve a saludar a Doña Soledad. Lleva unos días regular. El médico dice que físicamente no tiene nada, pero yo sé que las penas del alma matan más que las del cuerpo. Eso sí, más lentamente.
--¿Por qué me dices eso?, ¿cuáles son esas penas?, ¿es que hay algún motivo?
--Nada, nada, hija mía, ¿qué va a haber?
--No sé. Me da la impresión de que me ocultas algo.
--Figuraciones tuyas. Venga, vete ya que se te hace tarde para ir de visita. Llámala antes por si ella tiene algo que hacer.
--De acuerdo, papá. Te quiero mucho.
--Y yo. Venga, llámala.
Con gafas oscuras, sombrero para protegerse del sol y la mirada baja, Marta hizo el camino desde su casa hasta la de María. Podía haber ido con los ojos cerrados y no se hubiera perdido. No quería ver ni oír a nadie. Sólo se detuvo en la confitería para comprar los dulces favoritos de Doña Soledad. Por fortuna, el dependiente era joven y nuevo en el pueblo y no la reconoció. Ensimismada, llegó hasta la gran puerta de la casa de María. Estaba cerrada. Recordó que cuando era pequeña siempre estaba abierta de par en par y al entrar en el zaguán percibía el frescor del mármol. Ahora, era diferente. El olor era a humedad. La fachada, deteriorada. Sintió deseos de dar media vuelta y marcharse. Nada era como antes. Pero había quedado y no podía volver atrás. Llamó.
--Buenos días, Antonia, ¿vengo en buen momento?
--Tú siempre vienes en buen momento. Esta es tu segunda casa. Cuando eras joven, pasabas más tiempo aquí que en la tuya, lo cual no era nada raro.
--¿Qué quieres decir?
--Nada, nada. Cosas de vieja. Anda, dame un beso.
--Estos pasteles son para ustedes. ¿Cómo está Doña Soledad?, porque a ti te veo igual que siempre.
---Sólo es fachada. Gracias por los pasteles. Son de los que nos gustan a las dos. La señora está cada vez más apagada. Cuando viene María con los niños parece revivir, hace un esfuerzo tremendo. Cuando se marchan, cae en una apatía que me preocupa. El médico dice que físicamente no tiene nada, pero hay algo que la está matando por dentro. Si yo pudiera hablar…
--Pues, habla.
--Otro día. Anda, pasa. Te está esperando en la sala, ya conoces el camino.
Marta recorrió el pasillo alrededor del patio, ahora desconchado y falto de cuidados.
--Buenos días, Doña Soledad. ¿Cómo está usted?
--Ahora mejor, porque has venido a verme. ¿Y Mariana cómo está? Ya me he enterado de que la han operado. Hace días que no veo a tu padre.
--Ella está bien, recuperándose.
“Doña Soledad siempre llama a mi madre por su nombre, “Mariana”. Nunca dice: “tu madre”. Es raro”.
-- ¿Cómo está Rodrigo?, ¿y María?, ¿y mis nietos?, ¿y Agustín? Los echo de menos. María me ha llamado para decirme que vendrá a verme, después de “un no sé qué”, eso que tienen los profesores en Sevilla. Yo hablo mucho con ella por teléfono, pero no es igual. Anda, dame un beso. Siéntate a mi lado y cuéntame cómo te va.
Marta se sentó y miró la habitación mientras la anciana hablaba. Todo estaba igual que cuando era pequeña: los muebles, los maceteros con las macetas y los pañitos, la misma mecedora, los retratos: María de niña, de primera comunión, María y ella sentadas en el columpio del patio…Ella también estaba en esa familia de algún modo.
--Ay, Marta, ¡qué guapa estás!, ¡qué bien te sienta vivir en Madrid!, ¡qué mérito tenéis las dos, María y tú, por haber llegado donde estáis! Quédate siempre allí. Aquí nada más que quedan viejos con penas y nostalgia de otros tiempos.
--No diga usted eso, si está como una rosa.
--Anda, anda, zalamera. Quédate a almorzar conmigo.
--Otro día. Hoy tengo que volver a mi casa. He venido enseguida a verla para que no se entere por otros de que estoy en el pueblo.
Siguieron charlando de los buenos tiempos de Doña Soledad y “los malos míos”, pensaba.
Marta miró el reloj.
--Se me hace tarde, Doña Soledad. Me tengo que marchar. Ha sido un rato estupendo.
--Vuelve pronto. Esta es tu casa. Te lo digo en serio. Recuerdos a Rodrigo.
--Es usted muy amable. Un beso.
Marta se inclinó para besarla respetuosamente como siempre, pero la anciana la atrajo hacia ella y la abrazó con fuerza.
“Nunca me había abrazado así. Parece como si quisiera despedirse. Son las cosas de las personas mayores. Creo que estoy de un susceptible subido y veo misterios por todas partes. Preguntaré a mi madre y ella me lo aclarará todo”.
Al entrar en su casa, notó el ambiente enrarecido que se palpaba cuando su madre estaba “a malas”. El silencio y la expresión de su padre indicaban que la tormenta había pasado.
--¿Y mamá?—preguntó en voz baja.
--Está descansando. Ya le he dado de almorzar.
--Papá, quiero preguntarte una cosa: ¿por qué Antonia me ha dicho que si ella hablara…?
-- Esa mujer está cada vez peor de la cabeza. ¿Por qué, qué te ha dicho más?
Respondió Tomás indignado como nunca lo había visto su hija. Sin embargo, no escapó a Marta la sombra de preocupación de su padre, sobre todo al decir “más”.
--Nada más. Tienes razón. Son cosas de vieja. No te enfades.
“Le preguntaré a mi madre. Si es algo desagradable para mí, seguro que me lo dice”.
--Lávate las manos para sentarte a la mesa. Vamos a comer—le ordenó su padre desde la cocina.
Fueron pocos días de estancia, muy ocupados, sobre todo, en atender a las visitas de las vecinas y los parientes. Ya empezaba a dudar de poder mantener una conversación con su madre. Temiendo una escena decidió posponer el interrogatorio para antes de su partida. Lo preparó todo fríamente y al fin esa tarde se quedaron solas.
--Ya me han comentado las vecinas lo bien que me has atendido en estos días. Todo el mundo siente que te vayas mañana. Pero a mí no me engañas, sé que estás deseando salir por esa puerta.
--Mamá, ¡qué cosas dices! Me gustaría quedarme aquí más tiempo, pero tengo que volver a mis clases.
Marta quería crear un ambiente conciliador y tranquilo para poder preguntar.
--Ves fantasmas donde no los hay. Lo único es que no puedo dejar mi trabajo porque me despiden. Así de sencillo. ¿Quieres que te traiga algo?
--No, gracias.
--Ahora que estamos solas, me gustaría hablar contigo antes de irme. El otro día estuve en casa de Doña Soledad y me extrañó un comentario que hizo Antonia. Dijo literalmente: “Si yo hablara…”, pero no quiso seguir ni aclararme nada. Cuando volví, le pregunté a papá si él sabía algo. Me contestó que no, que eran cosas de vieja y se puso furioso.
--Pues no seré yo quien te diga nada.
--Pero, ¿nada de qué?
--Son cosas del pasado que no conviene remover.
--Que no conviene, ¿a quién?
--A ti la primera. Y, déjame tranquila que ya he hablado bastante.
--Pero, ¿cómo me voy a volver a la universidad sin aclarar nada?
--Esa es otra, yo no quería que fueras a la universidad. Eso no fue lo acordado con tu padre cuando te tuve.
--¿Cuándo me tuviste?
--Quiero decir cuando naciste. Como eras una niña, estaba segura de que te criaría para que me cuidaras y para que me hicieras compañía. En caso contrario…
--En caso contrario, ¿qué?
--Nada, nada no me hagas hablar más. ¿Cómo iba yo a imaginar que ibas a salir tan “marisabidilla”? Y encima, tu padre apoyándote.
--¿Por qué no me lo dices todo de una vez?
--Si, hombre. Y faltar a mi promesa.
--Pero, ¿qué estás diciendo?, ¿qué promesa?
--Anda, déjame. Ya he dicho demasiado. Tráeme la cena y pon la televisión en el comedor. Es hora de que llegue tu padre.
Marta se calló y se metió en la cocina. Sabía que no le arrancaría ni una palabra más. Su padre estaba a punto de llegar y no quería que la encontrara llorando. Se sentó de cara a la pared. Hizo unos ejercicios de relajación y poco a poco recuperó el dominio de sí misma.
Preparó la bandeja y entró en la habitación de su madre con la mejor de sus sonrisas
--Bueno, mamá. Aquí está la cena. Aprovecho para despedirme porque mañana salgo muy temprano. Papá recogerá la bandeja. De todas formas, que descanses. Buenas noches.
Marta se inclinó y besó a su madre. No pudo reprimir las lágrimas cuando salió del dormitorio. Fue al baño y se mojó la cara. Esperaba que Rodrigo la llamara por teléfono y no quería que se le notara.
La llamada se produjo, pero más que una conversación fue un monólogo. Rodrigo hablaba y ella escuchaba.
“Me sorprende la animación de Rodrigo .Casi no me ha dejado hablar .Que si el olor a azahar, que si la Semana Santa, que si María. Él allí y yo aquí. ¡Cómo es la vida!, pensó después de la conversación con su marido.
Tomás entró en el comedor con aspecto cansado. Marta pensó que por lo único que sentía marcharse era por dejarlo solo. También lo sentía por Doña Soledad. Era siempre tan cariñosa con ella.
--Hola, Marta.
--Buenas noches, papá. ¿Qué tal la tarde?
--¿Te pasa algo?
--No, la garganta. Voy a lavarme las manos y, cuando quieras, cenamos. Tengo que acostarme pronto porque mañana me voy a primera hora.
--¡Qué pena que no te puedas quedar más tiempo! Pero lo comprendo. Ya volverás en vacaciones.
--Seguro.
Durante la cena el televisor estuvo puesto todo el rato.
Continuará
Comentarios
12.03 | 13:29
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14.07 | 09:44
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10.02 | 11:29
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