NOVELA "A TRAVÉS DE UN CUADRO" CAP. 10,11,12,13

NOVELA "A TRAVÉS DE UN CUADRO" CAP. 10,11,12,13

 Nº. Registro  Intelectual, 201799901415311

 

 Capítulo 10

La puerta de la habitación de María se abrió lentamente y apareció una cabecita rubia que preguntó en voz muy baja:

-- Mami, ¿podemos pasar?

-- Claro que podéis pasar! ¡Vamos, vamos!

Miranda y David, los hijos de María, entraron despacio, seguidos de Marta.

--Gracias por traerme a mis hijos.

--Nada de eso. El médico nos ha dado permiso, pero no podemos estar mucho tiempo para no cansarte.

--Hola, mami, ¿cómo te encuentras?  La próxima vez mira por dónde pisas, como tú nos dices a nosotros—dijo atropelladamente David, el más pequeño, a la vez que le entregaba un enorme ramo de flores.

Miranda, la mayor, besó a su madre en la frente. Observaba y callaba. Nunca la  había visto enferma y parecía muy impresionada. Recorrió con la vista toda la parafernalia de los aparatos. Tenía una prematura vocación por la medicina, quizás por influencia del padre.

María sonrió. Se miró en el espejo del fondo y se encontró muy favorecida. Habían pasado unos días desde el accidente. Una buena peluquera y un buen maquillaje habían hecho milagros, pero al  ver la expresión de su hija comprendió que a ella no había podido engañarla.

--Me imagino que os portaréis bien. Hasta que Emma se reponga de su constipado, estaréis con Marta. A ver si terminan pronto los albañiles y los fontaneros en casa. Me he caído en el momento más inoportuno. Cuando me recupere, si sacáis buenas notas, haremos una gran fiesta para celebrar el cumpleaños de David, el fin de curso y mi vuelta a casa.

--Bieeeen—dijo David.

--No te preocupes por nada. Para mí es un placer atenderlos. Son muy obedientes. Puedes estar orgullosa de la educación que les has dado.

--Tiene razón Marta, mamá—dijo Miranda que había vuelto al fin de su abstracción—no te preocupes  nada más que de ponerte bien pronto.

Siguieron charlando durante un rato, contando los pormenores de las clases, los amiguitos y las pequeñas cosas cotidianas que unen a los hijos y a las madres que se interesan por sus pequeños mundos. Marta estaba sentada en un sillón, un poco más alejada, y los dejaba hacer, pero miraba el reloj de vez en cuando para controlar la duración de la visita.

--Bueno, ya hemos agotado el tiempo. Vamos a despedirnos para que vuestra madre pueda descansar. Volveremos otro día cuando el médico nos lo permita.

El pequeño David abrazó a su madre.

--Adiós, mami. Te quiero mucho, mucho, mucho.

--Adiós, mamá. No te preocupes por nada. Marta nos cuida muy bien.

Mientras hablaba, Miranda tenía cogida la mano de su madre. María le sonreía ocultando el dolor que empezaba a sentir. Los efectos de los analgésicos estaban pasando. Marta contemplaba la escena sin intervenir. “Es una escena digna de un cuadro. La madre, con un hijo a cada lado, abrazándolos, las flores a los pies de la cama. Se puede palpar el amor, la ternura y la unión de estos tres seres por encima de todo”.María acariciaba las cabezas de sus hijos, los besaba. Ellos le correspondían, recostándose en sus hombros.

--Venga, vamos ya--dijo Marta levantándose bruscamente del sillón--.Tengo muchas cosas que hacer y muchos exámenes que corregir para mañana. Vamos, vamos.

La escena se interrumpió. Los niños miraron a su madre sin comprender del todo. Pero María se puso del lado de Marta y los animó a salir.

--Marta tiene razón. Es hora de que os marchéis. Un último beso y ¡hala!, a casa.

--Adiós, mami. Vuelve pronto.

Marta agarró a los dos niños con una fuerza innecesaria y tiró de ellos con rostro adusto.

Salieron los tres. María pensó, mientras llamaba  para que colocaran las flores en un jarrón, que Marta tendría, de verdad, muchos exámenes que corregir.

Cuando Marta llegó a su casa con los dos niños, Rodrigo estaba preparando la cena.

--¿Qué tal vuestra madre?

--Bien-- respondió Marta, haciendo una seña a Rodrigo a espaldas de ellos.

--Eso de estar en un hospital es “guay”. No tienes que hacer nada, ni ir al cole, ni hacer deberes, todo el mundo te trae regalos, ¿cuándo voy a ir yo también al hospital?

Rodrigo y Marta rieron la salida del pequeño, pero Miranda seguía callada.

--Bueno, a la ducha y después a cenar. Os he preparado una cena estupenda. Hay que celebrar que ha terminado la semana.

--Pero a nosotros lo que de verdad nos apetece es una pizza—dijo Miranda que por fin había salido de su mutismo.

--Bien, jovencita, está todo controlado por el alto mando. Nosotros encargaremos las pizzas mientras os ducháis. Marta y yo tomaremos la comida que tenemos preparada.

Miranda le dirigió una mirada de agradecimiento y sonrió.

La cena se prolongó más de lo habitual. Rodrigo se esforzaba mucho para que los niños estuvieran distraídos y pasaran un buen rato. Contaba chistes, charlaba sin parar, se interesaba por su mundo y relataba anécdotas de cuando él era pequeño, desconocidas para Marta.

--Todo el mundo a la cama—dijo de repente Rodrigo—es muy tarde.

Los niños dieron las buenas noches, pasaron al cuarto de baño con gesto contrariado, pero sin una protesta y después, cada uno entró en  su dormitorio.

--Dentro de un momento iremos a dar las buenas noches—dijo Marta en voz alta.

El matrimonio recogió la mesa, ordenó la cocina y antes de llegar a su cuarto pasaron a verlos.

--Estos están “fritos”. Ya venían los pobres muy cansados después de la visita al hospital—dijo Marta, apagando las luces que encontraba a su paso.

 El despertador sonó a las ocho de la mañana en la habitación de Miranda. Ella se levantó rápidamente y se arregló. Echó una ojeada a la habitación de su hermano, se preparó el desayuno y le dio mentalmente las gracias a su madre por haberle enseñado a ser tan independiente. Tenía muchos deberes que hacer, pensaba, mientras preparaba el zumo de naranja, la leche, los cereales y la pieza de fruta. Terminó de desayunar y empezó a organizar el trabajo.

A media mañana, Miranda oyó ruido en la casa. Se tomó un descanso. Salió de la habitación y fue a la cocina. Tenían puesto un disco de música clásica.

--Buenos días, ¿habéis dormido bien?

 --Buenos días—contestaron los tres a la vez, David con la boca llena y a punto de atragantarse.

 --Esa música es de Chopin—afirmó Miranda.

--Efectivamente, el vals de El Minuto. Se llama así, no porque dure un minuto, sino porque el autor se inspiró en los pequeños saltos y cabriolas que hacía un perrito de una aristócrata amiga suya que se llamaba Minuto—comentó Rodrigo mientras preparaba los zumos.

 Un delicioso olor a café lo inundaba todo. Marta le puso a David las tostadas en su plato.

--Mami me las prepara de otra manera. Éstas no me gustan.

--¿Pero tu madre te prepara las tostadas?, ¿no te las prepara Eloísa?—preguntó Marta con una sonrisa forzada.

--Mi madre nos prepara siempre el desayuno el fin de semana—contestó Miranda anticipándose a la respuesta del niño.

--A ver, David, ¿Por qué no te gustan?—preguntó Marta con gesto de condescendencia.

--No lo sé, pero no me gustan. Ella las hace de otra manera.

--No te preocupes, Marta. Ya se las hago yo—dijo Miranda con vehemencia.

--Mientras, yo le calentaré la leche—añadió impaciente Marta.

--De acuerdo, yo también tomaré—le respondió Miranda, llevándole las tazas.

Marta calentó la leche y se sirvió una taza de café. Tenía puesta ropa deportiva para salir a correr y traer los periódicos. No estaba acostumbrada a tener niños en casa y sentía una gran tensión. Quería hacerlo bien y se esmeraba todo lo que podía. También recordaba sus pensamientos en la habitación de la enferma y se avergonzaba por ello. Su actitud con los niños era una especie de disculpa interna.

--Qué trabajadora eres, Miranda, además de estudiosa. Me he pasado por tu cuarto para hacer tu cama y recogerlo y he visto que está todo perfecto—dijo Marta, intentando iniciar una conversación y crear un ambiente agradable.

--Quiero que mi madre se sienta orgullosa de mí.

--Si necesitas ayuda para algo de Lengua o de Literatura, aquí me tienes. Marta, en cambio, puede ayudarte con la Historia—intervino Rodrigo, mientras ponía la mantequilla y la mermelada en la mesa.

--Gracias, ¿ha llamado mi padre?

--No, todavía no--contestó Marta—, pero no te preocupes porque seguro que llama a la hora de comer. Los congresos tienen unos horarios muy apretados. Tu padre no podía faltar a éste porque tenía comprometida una conferencia desde hace mucho tiempo.

--Marta, porfa, ¿puedo ir a correr contigo? Yo también he recogido mi habitación.

--Pero, David, ¡qué cosas se te ocurren! Seguro que te cansas—le contestó Marta, sentándose a su lado.

--Anda, porfa. Es que quiero ser profe de gimnasia y tengo que empezar ya.

Los demás se echaron a reír ante la salida del pequeño.

--Bueno, vale, te llevaré.

--¡Gracias, gracias!--contestó David entusiasmado--.Iré a buscar mis zapatillas.

“Su madre no hace ejercicio por las calles. Ella va a un gimnasio privado”.

--Espera un momento, David, tengo que coger una cosa antes de irnos—dijo Marta entrando en las habitaciones y saliendo con un sobre que se metió en el bolsillo.

Marta y David se marcharon a buen paso y Rodrigo empezó a recoger la cocina.

--¿Te queda mucha tarea todavía, Miranda?, ¿te puedo ayudar en algo?

--Tengo que hacer unos ejercicios de morfosintaxis, hay que saber distinguir perfectamente los usos de la partícula "que". Es un rollo, que si el "que" completivo, que si el "que" relativo, que si el "que" consecutivo, que si el interrogativo. Tú me dirás para qué me va a servir todo eso si voy a estudiar medicina. Son ganas de fastidiar.

--Bueno, los médicos también tienen que saber escribir bien. Imagínate que haces un gran descubrimiento y tienes que exponerlo en una revista de las que recibe tu padre. Si quieres, me siento contigo, te lo explico y después haces los ejercicios.

--Vale. ¡Ah! Además tengo que inventarme una poesía con unas palabras que nos han dado.

--Pues sí que tienes tarea.

Se sentaron los dos en la mesa de estudio y Rodrigo le explicó pacientemente los usos del "que".

--Lo explicas muy bien y me he enterado a la primera, pero otra cosa es cuando estoy yo sola.

--Si has cogido bien el concepto, nunca te equivocarás. Esto no se puede aprender de memoria.

Trabajaron juntos durante un largo rato.  Rodrigo la observaba mientras ella hacía los ejercicios. Tenía la belleza de su madre, pero carecía de su dulzura. En el carácter se parecía más a su padre, pensaba él mientras la observaba concentrada en los ejercicios con el ceño fruncido.

Cuando Miranda terminó, se los enseñó con aire victorioso.

--Mientras yo le echo un vistazo, trabaja en la poesía.

Ambos se enfrascaron en sus tareas: él asentía a cada ejercicio que corregía y ella consultaba en el diccionario las palabras que le servían de base. De vez en cuando miraba al techo en busca de inspiración.

--Aquí está la poesía, ¿qué te parece?

Rodrigo la leyó detenidamente.

El árbol triste

Un árbol llora al ver cortar a sus amigos.

Voz de silencio que nada puede gritar.

Jaula sin voces que nada puede cantar.

No te entristezcas, le susurra la sabia lechuza,

serán hojas, papeles para escribir libros,

trinos que trinan turbios para despertar conciencias.

Con ojos como frutas, vestido de esmeralda, el árbol ríe.

--No está nada mal. Al final, vas a tener que decidir entre la poesía y la medicina. No serías el primer médico escritor, aunque sí la primera escritora y médico, creo yo—aplaudió Rodrigo, mirándola.

 Ella se quedó indecisa, no sabía si hablaba en broma o en serio.

--¡Bah! No tiene tanto mérito. Nos dieron muchas palabras para apoyarnos en ellas. Es como hacer un crucigrama, me encantan los crucigramas. Con esto, he terminado los deberes por ahora. ¿Tienes por ahí algo para leer?—dijo Miranda, recogiendo los libros y los cuadernos.

--Ahí está la biblioteca. Escoge lo que quieras, pero antes de empezar, consúltame por si no es apropiado para tu edad—respondió Rodrigo con amabilidad.

Antes de coger un libro, miró fijamente a Rodrigo y le preguntó con preocupación.

--¿Y Marta, volverá pronto con mi hermano? Él no está acostumbrado a correr. A ver si se pone enfermo.

--No te preocupes. Solamente darán un paseo.

Eso mismo pensaba Marta mientras caminaba despacio con David. No tenía ni idea de la resistencia de un niño de esa edad y no quería arriesgarse.

--Mira, David, las fotos que tengo aquí. ¿A que no los conoces?

--Es mi madre con Rodrigo. Son las mismas que estábamos viendo en mi casa cuando se cayó por la escalera. Ella dijo que lo habían pasado muy bien.

--Anda, volvamos a casa, que se está haciendo tarde.

 Marta y David regresaron y los cuatro se dispusieron a almorzar. Rodrigo y Marta trabajaron toda la tarde preparando clases. David durmió agotado y Miranda pasó el tiempo haciendo crucigramas y leyendo.

--Ha sido un día muy duro de fin de semana, así es que como premio el cabeza de familia os invita a cenar fuera y a despejar el coco. He hablado con vuestra madre y ha pasado un buen día. Pronto tendréis permiso del médico para ir a verla otra vez. Vuestro padre ha llamado, pero no se podía entretener. ¡A la calle todo el mundo!

La cena discurrió en un ambiente aparentemente familiar en el que todos se esforzaron por mantener una buena relación, aunque cada uno por diferente motivo.

Capítulo  11

Días después, María salió del hospital para terminar de recuperarse en su casa. Antes, siguiendo las órdenes de Agustín, Eloísa había preparado una cama especial en la planta baja con todos los adminículos necesarios para la comodidad de la enferma. Miranda y David estaban en casa de Marta. Los fontaneros aún no habían terminado. Una enfermera se ocuparía de la convaleciente.

La ambulancia la llevó al atardecer adormilada por los sedantes. Se despertó al día siguiente muy temprano y sintió a Agustín tomando el desayuno. Notó que él entraba en la habitación y abrió los ojos.

--Buenos días, cariño, ¿qué tal has pasado la noche?—le dijo él, inclinándose para besarla.

-- Regular. Me preocupa no acordarme de lo que pasó.

Observó a su marido. Perfectamente arreglado, seguro de sí, pero con la conversación insustancial que indicaba que estaba nervioso o preocupado.

--¿Quieres que te traiga algo esta tarde?, ¿un libro, revistas?—le preguntó él de una manera solícita y desacostumbrada.

--No, gracias. Creo que los niños podrían volver ya. Los albañiles terminan hoy y no me parece bien abusar de la amabilidad de los amigos.

--Mañana por la tarde los traeré. Llamaré antes para avisarles.

--Eres un buen padre y un perfecto marido—dijo ella. “Qué buena actriz se ha perdido el teatro”.

El timbre de la puerta sonó con un educado toque.

--Ahí está tu enfermera. Hemos tenido mucha suerte. Le debo una a mi compañero Martínez-- comentó Agustín, suspirando aliviado.

María se preguntó si el suspiro era porque al fin podía irse tranquilo hasta la noche o por la puntualidad de la enfermera. Él hizo las presentaciones y se marchó, después de darle un beso y desearle a las dos que pasaran un buen día.

--Buenos días, señora, ¿ha descansado usted bien?

Ella asintió de forma maquinal y con expresión adormilada.

--Ahora mismo le traigo el desayuno y las pastillas. Después, el aseo y a descansar un ratito. Ya verá como en pocos días se recupera. Don Agustín es  una eminencia, muy querido en el hospital. Siempre tiene tiempo para tomar una copa con los compañeros.  Está muy bien considerado por las enfermeras.  

“¿Por qué no se callará de una vez?”  María iba traduciendo su parloteo. “Le gusta beber y le gustan las enfermeras”.

--Yo le aprecio mucho y quiero que quede satisfecho con mi trabajo. Es muy influyente, ¿sabe?

“No te importa nada mi recuperación. Te ha enviado para controlarlo todo. Mejor estaría yo sola con Eloísa”.

--A ver, la temperatura. Me parece que es normal, pero las reglas son las reglas.

El día pasó con la rutina de siempre: aseo, medicinas, comidas…Por la tarde, antes de la hora de salida de la enfermera, María le pidió que le acercara el teléfono porque quería hacer una llamada.

--No sé si es una buena idea. Creo que a Don Agustín no le va a parecer bien—respondió la enfermera con el gesto servil con el que acompañaba sus negativas.

--Haga el favor de dejarme el teléfono al alcance de la mano. Si no, haré que la despidan. Don Agustín no tiene por qué enterarse de nada.

--No se altere, por favor. Todo lo que hago es siempre por su bien.

--Eso espero—contestó ella mientras pensaba en lo sibilina que era. Comprendía la buena fama que tenía entre los médicos y cómo se la recomendaban unos a otros.

--Aquí le traigo la merienda y las pastillas. Siento tener que marcharme antes de que vuelva Don Agustín, pero tengo que llevar a uno de mis hijos al dentista.

--No se preocupe. Al salir, diga, por favor, a Eloísa que se marcha y ella estará pendiente de mí. Buenas tardes.

La enfermera salió con gesto contrariado. María cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Marta.

--¿Rodrigo, eres tú?

--Sí, ¿cómo te encuentras?

--Mejor. No te voy a entretener mucho. Solamente quiero saber si ha llamado Agustín para recoger mañana a mis hijos.

--Sí que ha llamado. Mañana, cuando vuelvan del colegio y merienden, él pasará a recogerlos.

--También os quiero agradecer que los hayáis tenido en vuestra casa estos días. Nos habéis ayudado mucho.

--Ha sido un placer. Son unos niños estupendos. Lo importante es que te recuperes pronto para que organicemos otro viaje cultural. Esta vez puede ser a Córdoba, yo te serviré de guía.

--Tengo que dejarte. Y repito, gracias por todo y se lo dices a tu mujer de mi parte. La llamaré mañana. Adiós.

 María cortó bruscamente la comunicación con el ceño fruncido y los labios apretados. Murmuró: “Pero, ¿qué se ha creído éste con ese tono de complicidad, que ahora somos los mejores amigos?”

Eloísa le trajo una cena ligera, los calmantes y le ayudó a prepararse para dormir. Agustín llegó de noche, entró a preguntarle cómo se encontraba y le confirmó que traería a los niños al día siguiente por la tarde. 

Un fuerte y prolongado timbrazo anunció la llegada de su marido con los niños. María se recompuso en la butaca del salón. Había pasado todo el día esperando este momento. Por la mañana, sesión de peluquería. Un poco antes de llegar los niños, maquillaje. Ropa informal al gusto de su hija y muchos complementos para esconder las marcas de los pinchazos: pañuelos al cuello, collares, pulseras… David entró corriendo. Soltó los libros en un sillón y se arrojó en sus brazos.

--¡Ay, mami, qué bien se está en casa! Te quiero más que a mis juegos. Toma este dibujo, lo he hecho para ti. Eres tú.

--Bueno, bueno, no seas loco. Ya me contarás luego cómo has pasado estos días con Marta y Rodrigo. Muchas gracias. Es un dibujo precioso y estoy muy favorecida—comentó ella mientras miraba con atención la figura femenina representada con su gabardina, su pañuelo y una enorme cartera de trabajo--. Eres muy observador.

--Anda, déjame a mí, que yo también quiero besar a mamá.

Madre e hija se fundieron en un abrazo. Miranda no pudo contener las lágrimas, liberada de la tensión que suponía estar  en casa ajena y ejercer de “madrecita” de David.

--Te he echado mucho de menos—le dijo a su madre, secándose las lágrimas.

--¿Y eso? Vamos, no llores.

--Sobre todo cuando tuve que organizar los deberes. En los ejercicios de morfosintaxis me ayudó Rodrigo. Me los explicó estupendamente y no fallé ni uno en el examen. Es muy simpático, me gusta más que Marta.

Agustín entró al fin en la habitación. Traía una docena de rosas rojas en un ramo artísticamente preparado. Le dio las flores y la besó.

 --Cuando yo digo que eres el marido perfecto— dijo María, mirando de soslayo a sus hijos que contemplaban la escena.

--Bueno, chicos, es ya muy tarde. Miranda, haz el favor de decir a Eloísa que ponga la mesa en el comedor. Hoy es un día especial y hay que celebrarlo. Vosotros a la ducha de cabeza y después, menú especial de bienvenida. Tu padre y yo os esperamos para cenar.

--Señora, cuando quiera. La mesa está preparada. ¿Puedo ayudarle en algo?

--Sí, gracias, Eloísa. Creo que apoyándome en mi marido y en usted podré llegar al comedor, pasito a pasito.

Entraron los tres en el comedor. Eloísa cerró las cortinas y encendió las luces. María notó que se había esmerado. Mantel y servilletas de hilo con bordados de Canarias, cubertería de la Cruz de Malta, cristalería resplandeciente de Bohemia, vajilla de La Cartuja de Sevilla, centro de mesa con flores frescas y el regalo de bienvenida en las sillas de los niños. Las luces de la lámpara central y de los apliques estaban todas encendidas. Ramos de flores del tiempo en los maceteros. Los adornos de plata relucían encima de los muebles de caoba; pocos muebles, pero refinados. Los focos que iluminaban los cuadros de la estancia también estaban encendidos.

“Esta habitación me transmite sensación de seguridad y eternidad. Aquí el mundo no cambia. Las cosas son para siempre, aunque las personas, no”, pensó  María mientras agradecía a Eloísa el trabajo que se había tomado.

--¡Oh, mami, qué bonito está todo!, ¿éste es mi sitio?, ¿este regalo es para mí?, ¡mi mochila preferida!, ¡me encanta!, ¿puedo llevarla al cole aunque estemos a final de curso? La que tengo ahora está putrefacta.

La madre sonrió divertida. No creía que lo dijera por Lorca, discurrió, recordando sus clases sobre el poeta.

--¿Y eso qué quiere decir, enano?

--Miranda, no hables así a tu hermano. No me gusta.

--Perdona, mamá.

--Es a él a quien tienes que pedir disculpas.

--Lo siento, ejem,… lo siento, David.

--Te perdono. Lo ha explicado esta mañana el profe y hoy he estado muy atento en clase. Quiere decir que está podrida y huele fatal.

--Tendríamos que ver lo que ha dicho el profesor y lo que tú has entendido—sentenció Miranda.

--Bueno, haya paz—dijo Agustín—.A ver, Miranda, ¿te ha gustado lo tuyo?

--Mucho. Es un colgante de la abuela Soledad. Lo tenía mamá y ahora es mío. Me encantan las cosas antiguas. Gracias, mamá.

--De nada. Y ahora, a lucirlo, no a guardarlo.

--¿Y si lo pierdo? Es un recuerdo de familia.

--Si lo pierdes, mala suerte. Las cosas son cosas y están a nuestro servicio y no al revés. Quiero decir que hay que evitar el apego romántico a las cosas. Tú le tienes cariño a un objeto. Si se estropea, tienes que decirte a ti misma: “Esto es un trozo de tela o un pedazo de metal, el sentimiento lo pongo yo”. Son dos cosas diferentes. Si se estropea o se pierde el colgante no pasa nada. Es una cosa. No tiene nada que ver con el amor que le tienes a tu abuela. ¿Has comprendido? O  mejor, ¿me he explicado bien?

--Creo que sí. Gracias mamá.

--¡Qué bien hablas, mami!

 --Bueno, vamos a cenar. Os tengo preparada una gran sorpresa al final de la cena—anunció Agustín con un gesto entre cómico y enigmático.

--Ahora, papi, para poder comer tranquilos—protestó David, tirando del brazo de su padre.

-- Al final—aclaró Agustín, ante la mirada sorprendida de su mujer.

María miraba complacida cómo transcurría la cena. Es agradable tener una familia, a pesar de que los hijos suponen un compromiso con la vida hasta el final de tus días, reflexionaba mientras veía a los dos devorando los entremeses, comiendo y charlando, contando las peripecias de las clases en esos días y lo bien que se habían portado Rodrigo y Marta con ellos.

--Hemos estado estupendamente, sobre todo con  Rodrigo. Me ayudó con los deberes. En cambio, Marta, aunque se esforzaba por parecer simpática conmigo no lo consiguió, pero con David, sí. Salió a correr con él y todo--aclaró Miranda, acariciando el colgante de su abuela.

--Pues yo no entiendo una cosa que me dijo Marta el día que salimos a correr—protestó David, mientras miraba el trozo de helado que tenía delante, con aspecto dubitativo porque no sabía por dónde empezar: por la nata, por el caramelo o por una de las bolas.

--¿Y qué es lo que no entiendes?—preguntó Agustín, mostrando un repentino interés.

--¿Qué significa que mami y Rodrigo hacen buena pareja? Los vi en una foto.

María evitó mirar la cara de su marido y quitándole importancia a la pregunta, fue a responder, pero Miranda se adelantó y explicó: “Quiere decir que son compañeros de trabajo y que se llevan bien”.

María lanzó una mirada de complicidad y agradecimiento a su hija y se quedó abstraída.

“Las fotos, así es que eran las fotos. Las mismas fotos que estábamos viendo con los niños el día del accidente. Aquel día, David encontró en casa las dichosas fotos, ¡Mira qué oportuno! Nada más ver la cara de Agustín, algo bebido, supe que habría jaleo. Mandé a los niños a su cuarto. La discusión entre los dos subió de tono. Cerré el balcón para que los vecinos no pudieran escuchar nada. Oí al pequeño decir: ”Mami, mami, ¿qué pasa?, ¿he hecho algo malo?"

--Bueno, ya está bien. Este helado está riquísimo. Voy a repetir—dijo María volviendo de su ensimismamiento. No quería que nadie notara nada.

La sobremesa fue inusualmente larga. Los niños estaban nerviosos y preguntaban a su padre cuál era la sorpresa. Después de mucho rogar, Agustín les contestó:” Iremos los cuatro a Disneylandia este verano”.

Los niños aplaudieron, pero María se quedó pensativa preguntándose de dónde sacaría el dinero, teniendo en cuenta que últimamente había cambiado el coche por otro de alta gama. No quiso estropear la velada y siguieron charlando hasta que una rápida palmada suya  interrumpió la escena.

--A la cama todo el mundo. Mañana hay que madrugar. Todos tenéis obligaciones—exclamó María de pronto, intentando levantarse sola. Agustín y sus hijos acudieron para ayudarle y fueron con ella hasta el pie de la escalera.

David y Miranda subieron a sus habitaciones y al llegar al rellano se volvieron para despedirse de su madre agitando los brazos. Los brazos en alto y el movimiento terminaron de avivar los recuerdos de María del día del accidente.

“Nos quedamos los dos  solos en la habitación. Agustín estaba rojo de ira. Me levanté para salir y él, cada vez más fuera de sí, salió detrás. Seguimos  discutiendo en el descansillo de la escalera. Yo temía por los niños, que no escucharan nada. De espaldas al tramo de  escalera que bajaba intentaba calmarlo, Agustín, por favor, tranquilízate, pero él avanzaba y avanzaba hacia mí. Me acosaba. Ya no quedaba espacio. Mami, mami, ¿qué pasa?, ¿he hecho algo mal?, gritaba desde su cuarto David. Me desperté en el hospital”.

 La conversación, los gestos, las emociones, volvían a su memoria cada vez con mayor nitidez. Ahora todo iba encajando y, poco a poco, conseguía liberarse de la horrible sensación que le suponía tener una laguna en la memoria.

Ajeno a los pensamientos de su mujer, Agustín le pasó el brazo por el hombro y la llevó hasta su cama, aún en la planta baja.

--Llamaré a Eloísa para que te ayude a prepararte para dormir. Han sido muchas emociones para un solo día. Tengo ganas de que te recuperes para perder de vista esta dichosa cama. ¿Sabes lo que quiero decir?-- le preguntó con una sonrisa maliciosa.

--Me siento tan cansada…—contestó ella, con un gesto de dolor, ignorando la sugerencia.

Se despertó muy tarde y allí estaba la enfermera, tan servicial, tratándola  con su vocecita aduladora como si ella fuera una niña pequeña.

--Ha dormido usted hasta muy tarde, me parece que va mejorando deprisa. Eso le gustará a Don Agustín que está muy interesado en saber si ha recuperado la memoria del día del accidente.

--Todavía, no—contestó María que había decidido hablar lo menos posible.

El día discurrió tedioso y aburrido. Además llovía con intensidad y ni siquiera se podía consolar mirando el jardín a través del amplio ventanal. Al fin, se marchó la enfermera y pudo llamar con intimidad a casa de Marta.

--Hola, Marta, te llamo para darte las gracias por los días que los niños han pasado en vuestra casa. Vienen encantados los dos.

--De nada. Los niños se lo merecen todo. Pero de ti no me esperaba esto. Es que no me lo puedo creer.

--Que no te esperabas, ¿qué?

--Tú sabes a lo que me refiero. No te hagas la tonta. Adiós.

Y colgó. María se quedó estupefacta. Nunca la había tratado así. Estuvo a punto de volver a llamarla para pedirle explicaciones, pero pensó que sería peor. “¿Qué habría sentido Marta al observar la estupenda relación de Rodrigo con David y Miranda? Que a Rodrigo le gustaban los niños era un hecho innegable. Nadie tenía la culpa de la incapacidad de Marta para una nueva maternidad. A veces, la vida te trae y te lleva por donde ella quiere y no te deja otra opción. ¿Acaso eran las fotos? Es verdad que me sentí a  gusto en compañía de Rodrigo y que los días que pasamos en Sevilla fueron muy agradables, pero de ahí a pensar otra cosa. Además, yo soy creyente y jamás se me pasaría algo así por la cabeza y menos con el marido de una amiga. A lo mejor, Rodrigo le ha hecho un comentario sin importancia y ella lo ha desorbitado todo”.

La cabeza le dolía del esfuerzo de tanto pensar. También Rodrigo había estado impertinente con el comentario inapropiado que le hizo por teléfono y, sobre todo, el tono. Nada de esto podía hablarlo con Agustín, que llegaría tarde como siempre y no entraba nunca en “conversaciones psicológicas” como él llamaba a todo lo que no fuera hablar de cacerías, golf y fútbol. Decidió tomarse un descanso y no angustiarse por hallar una solución. Tiempo al tiempo.

Llamó a Eloísa para que le pusiera el televisor y distraerse un poco. Así estuvo hasta la llegada de Agustín que, ¡oh, sopresa!, aquella noche llegó temprano, con flores, bombones y con inusuales gestos de cariño.

--Me ha comentado tu enfermera que te encuentras mucho mejor. Ya mismo te subes al dormitorio—dijo Agustín, volviéndose de espaldas para colocar las flores en un jarrón.

--No tan pronto, Agustín. Antes dime de dónde sacas el dinero para el viaje que le prometiste a los niños, el cambio de coche, el reloj y todo lo que no me cuentas—dijo María con un tono exigente, impropio de una convaleciente.

Agustín se volvió airado.

--Si tú no me das explicaciones de lo que haces, no veo por qué tengo que hacerlo yo.

--Es que eso puede afectarme a mí y a nuestros hijos, cosa que olvidas con frecuencia.

--Lo que tienes que hacer es ponerte bien, por ahí podemos empezar a ahorrar. Llamaré a Eloísa para que te traiga la cena. Hasta mañana.

Y salió dando un portazo.

“No sé qué será mejor, que vuelva tarde o temprano”, pensó María, mientras contestaba a Eloísa que pedía permiso para entrar en la habitación.  

 Capítulo  12

 

A la mañana siguiente, un leve ruido procedente de la cocina terminó de despertar a María. El olor a café recién hecho llegaba hasta su habitación de convaleciente. Era la hora del desayuno y de la salida para el colegio. La puerta del dormitorio se abrió lentamente. Cerró los ojos hasta saber quién la empujaba. Era David, repeinado y equipado con la nueva mochila, que se acercaba a su cama con pasos sigilosos como los de un gato.

--Mami, mami, ¿estás despierta?

--Para ti, siempre.

--¿Cuándo vas a dar la fiesta que nos prometiste para celebrar mi cumple, la terminación del curso y que tú estás ya en casa?

--Vamos por orden, creo recordar que dije las buenas notas.

--¡Y qué más da! Es mi cumpleaños, ¿no? Además, lo más importante es que tú estás ya en casa.

--Pero, qué zalamero eres. Así siempre conseguirás todo lo que te propongas.

--Mami, ¿qué quiere decir “zalamero”?

--Búscalo en el diccionario y por la tarde me lo cuentas. Anda, vete ya que tu padre te está llamando.

--Un beso, mami.

--Cierra la puerta cuando salgas, por favor. Tengo mucho sueño.

--Vale. Te quiero mucho.

Al momento, entraron Agustín y Miranda para darle los buenos días y preguntarle cómo había pasado la noche. Los tranquilizó, la besaron y se fueron rápidamente.

¡Al fin, sola! Había convencido a Agustín para despedir a la enfermera, tan sibilina ella, y quedarse solamente con el ama de llaves.

Eloísa entró con el desayuno, preparada para ayudarle en el aseo. La ducha le sentó de maravilla. Dejó caer durante largo rato el agua tibia sobre su cabeza y sus hombros para despejarse. Soportó al máximo el agua caliente para relajar las cervicales y empleó todo el tiempo necesario en recibir masajes y ponerse cremas. La vida iba volviendo poco a poco y la mente empezaba a trabajar. Se miró en el espejo. Era una buena idea dar una fiesta. La primera parte estaría dedicada a los niños y la segunda, a los mayores.

Una breve consulta por teléfono a Agustín y, manos a la obra. En primer lugar, tenía que llamar a Emma, asegurarse su colaboración y sobre todo su reserva. Debía ser una sorpresa para los niños.

Emma se mostró desde el principio encantada con la idea. Sentadas las dos en el salón, con la agenda y una buena taza de café, repasaron punto por punto todos los detalles necesarios para que la fiesta fuera un éxito: escoger la tienda encargada de la decoración de los dos ambientes, el infantil y el de adultos; la comida y la bebida, las flores, los regalos, el servicio de catering, los payasos para los niños…

--Aunque encarguemos el servicio de catering, quiero que tú te ocupes de supervisarlo todo. Naturalmente, te lo pagaré aparte.

--Te agradezco el detalle, porque ya sabes cómo estoy de fondos. Mis hijos comen como limas.

--Yo me encargaré de recoger las flores por la mañana, en plan señora Dalloway. Para ese día estaré totalmente recuperada, espero.

--No he leído ese libro de Virginia Woolf. Forma parte del “tengo que”…“tengo que” interminable. Cuando me jubile me pondré al día de todo. Bueno, me voy. Quiero pasar a ver a mi madre que no se encuentra bien.

--¿No fuiste el fin de semana?

--Mejor que no hubiera ido. Allí las cosas siguen igual que siempre. Algún día se escribirá la historia de las hermanas mayores de familias numerosas con hermanos varones y educación machista.

--¿Qué pasó?

--Lo de siempre. Después del almuerzo, nosotras dos nos levantamos a recoger la mesa, fregar y ordenar la cocina y los “señoritos” sentados, como si no fuera con ellos. Y encima, comentando las noticias del telediario sobre la mujer en el tercer mundo, decían: “Hay que ver la situación de la mujer en esos lugares. Eso es lo que pasa en los países subdesarrollados. Aquí no es igual”. Y yo, desde la cocina, gritando: “Desgraciados, ¿por qué no os miráis al espejo?” Esto no tiene arreglo y lo siento por mi madre, pero ella los educó así.

--Bueno no te preocupes, ya cambiarán cuando se casen.

--Sí, pero a mí no me quita nadie lo que sentía de pequeña con esa discriminación. Me pasé la vida en mi casa, oyendo a mi madre decir: “¡Cómo va a ser un hombre igual a una mujer!” En fin—suspiró moviendo la cabeza--ahora sí que me voy, si no tienes nada más que decirme.

-- Creo que más o menos ya está todo preparado. De todas formas, si se nos ocurre algo, nos llamamos. Quiero que todo salga perfecto. ¡Ah!, se me olvidaba. Haz el favor de llamar tú a Marta. La última vez que hablé con ella estuvo un poco agresiva y no quiero repetir la experiencia.

--Yo también la he notado rara, pero no te preocupes, la llamaré. Cuídate. Hasta mañana.

Emma salió del salón y María encendió la luz de la lámpara de pie. Los niños tardarían en volver. Mientras los esperaba, abrió el libro que estaba leyendo y se olvidó de todo.

 Semanas después, sentado en el salón de su casa, Rodrigo miró el reloj por tercera vez. Llegarían tarde a la fiesta de María, seguro, por culpa de Marta que no terminaba de arreglarse.

--Marta, ¿te queda mucho?  Sabes que me gusta ser puntual—le preguntó con un tono impaciente que raramente usaba con ella.

--Ya mismo estoy. Sólo cinco minutos.

Rodrigo suspiró con resignación y se puso a contemplar los muebles que compraron con tanta ilusión. Ahora le parecían pretenciosos y anticuados. Las cortinas, los jarrones y los odiosos pañitos de crochet de su suegra que, curiosamente, a Marta tanto le gustaban. Todo era un quiero y no puedo. “Esto no es nada refinado, más bien parece un almacén de muebles”. El ruido de la pelea que la vecina tenía con sus gemelos terminó por convencerle de que todo era mediocre en su vida y no tenía solución.

--Marta, ¿te queda mucho? Esta vez no llegamos.

--Ahora mismo salgo. Sólo me falta coger el bolso. Ya estoy aquí, ¿qué tal?

Rodrigo se quedó estupefacto. Ante sus ojos apareció una Marta desconocida: minifalda, escote, altísimos tacones, maquillaje… El asombro dio paso al comentario.

--No pensarás ir así a casa de María, ¿verdad?

--Tú, ¿qué crees? Pareces mi madre cuando me obligaba a lavarme el maquillaje de los ojos antes de salir con mis amigas. O voy así o no voy. Además, seguro que allí habrá alguna más llamativa que yo.

Tal determinación vio Rodrigo en sus ojos que no quiso insistir para no empeorar la situación. “Tal vez ella tenga razón y  esto sea lo normal. Al fin y al cabo, yo no tengo mucha experiencia en arreglo femenino para las fiestas veraniegas”.

Salieron a la calle distanciados y durante el camino, en el coche, ella no perdió su gesto victorioso ni él su ceño fruncido.

Cuando entraron en el jardín, iluminado con una luz tenue, el olor del césped recién cortado, los jazmines y la dama de noche los envolvió, separando el escenario de la fiesta del tráfico de la ciudad. Los pequeños grupos que habían llegado antes y estaban charlando en voz baja se volvieron para mirarlos. Marta sonrió. Por una vez, era el centro de la atención. Rodrigo se alejó con un pretexto que ella no entendió bien, pero que le importaba poco. Nada más entrar, Emma salió a su encuentro.

--Chica, cómo vienes.

--A tal señor, tal honor.

-- Anda, pasa. María está allí sentada.

Marta dirigió su mirada al lugar indicado y, en efecto, allí estaba ella. “Mírala, dejándose querer y abusando de su papel de enferma”.

--Ya la saludaré después. Ahora la veo muy ocupada. No conviene cansar a las convalecientes, ¿verdad, Emma?

--Haz lo que quieras. Voy a dar una vuelta a ver si todo marcha bien. La fiesta de los niños ha terminado. David y Miranda han subido a sus habitaciones. Voy a ver si lo han recogido todo. Acércate y toma lo que te apetezca.

En la barra pidió una copa al camarero y mientras la bebía lentamente observó la escena a su alrededor. Los invitados seguían entrando. La mayoría, con toda seguridad, compañeros de Agustín, desconocidos para ella. Se notaba que se sentían como en su casa, vestidos con una apariencia informal, tan cara de conseguir. Enseguida encontraban donde integrarse, lo que resultaba difícil para Rodrigo, al que observaba incómodo, vagando de un grupo a otro.

La temperatura era ideal. Una gran carpa protegía a los invitados de la humedad. El ambiente, acogedor. La disposición de la cena, informal para favorecer la relación entre los invitados. Marta aprovechó esta circunstancia para acercarse a María y al grupo que la rodeaba. La saludó e intentó entrar en la conversación, pero no pudo. Por fin, encontró un tema que le pareció interesante.

--Hoy en el telediario he oído una noticia terrible. El suicidio de un muchacho joven.

--¡Qué horror! --exclamó alguien del grupo.

“Y que yo me haya esmerado en crear un buen ambiente en mi fiesta para que venga ahora ella a hacer este comentario. Menos mal que se acerca Emma, quiero decirle una cosa y así cambiar de conversación”, pensó María mientras miraba a Marta con gesto de desaprobación.

 -- Emma, ¿puedes mandar a alguien a cerrar con llave la puerta de la casetilla del jardinero? Creo que la han dejado abierta y es un peligro para los niños porque hay insecticidas y sustancias peligrosas. Se me ha ocurrido ahora porque están contando aquí una cosa terrible.

Marta se preguntó qué había hecho mal. Su propósito era sólo intervenir en la conversación. A partir de ese momento, no abrió la boca.

--Voy a saludar a Agustín, aún no lo he visto—dijo, alejándose del grupo y buscándolo con la mirada.

Caminó por el jardín, ¿dónde se habría metido Rodrigo? La música era suave, suave el perfume del jazmín y de la dama de noche. Pequeños grupos de pie o sentados charlaban en voz baja. Los camareros atentos al servicio y a la vez discretos. En la zona de baile, algunas parejas de jóvenes. Vio a Emma deslizarse, más que andar, entre los invitados, atenta a los pequeños detalles. Se preguntaba cómo se había dejado convencer para venir y, además, saludar a María como si no hubiera pasado nada. Ni siquiera le había hecho un comentario sobre su ropa, después de lo que se había esforzado en arreglarse con glamour. Sentía el menosprecio. Siguió caminando, buscando a Agustín o a alguna cara conocida.

--Nos alegramos de verte tan recuperada, María.

-- Tienes un aspecto magnífico.

Los comentarios eran de una joven pareja, ella compañera de Agustín.

--No os fieis de las apariencias. Aún me quedan algunas secuelas. Cuestión de tiempo, pero agradezco vuestra amabilidad y gracias por venir.

--Por cierto, ¿dónde está Agustín?, queremos consultarle una cuestión, pero no lo vemos.

--No os preocupéis, yo lo buscaré. Tengo que entrar en la casa para dar una vuelta a los niños.

María se alejó del grupo, salió de la carpa y atravesó el jardín. Al subir los peldaños del porche, reconoció las voces airadas de Agustín y Marta. Se quedó paralizada. La discusión subía de tono. Por fin alcanzó a escuchar con claridad.

--Eres una estúpida y no quiero saber nada de eso.

--Te acordarás de mí.

--Pero, ¿cómo se te ha ocurrido semejante idea, que tú y yo…?

--Te acordarás de esto. Pienso destrozarte. Ya verás cuando se enteren del trato que le das a tu mujer y de todo lo demás. No creas que no sé de dónde sale todo el dinero que gastas últimamente. Lo sé todo.

--No me hagas reír. Qué sabrás tú. Más vale que te mires al espejo.

--Vas a acabar mal, te lo advierto.

--¡Qué miedo me das! Mira cómo tiemblo.

 Una pareja, sentada en un banco cercano, interrumpió su conversación y levantó la mirada hacia la ventana. María se pegó al tronco de un arbusto para no ser vista, pero oyó los comentarios de la muchacha.

--Son Agustín y Marta. ¡Vaya número! ¡Qué pena no poder hacer una foto! —dijo ella, mirando hacia arriba.

--Cualquier día te buscas un lío con tu manía de hacer fotos sin pedir permiso.

Agustín salió ajustándose la corbata. María lo vio dirigiéndose a los invitados, dueño absoluto de la situación. No quiso encontrarse con Marta y bordeó la casa, entrando por la puerta de servicio.

Los niños descansaban plácidamente, agotados por el trajín del día. Salió por la puerta principal y se dirigió al grupo. Allí estaba Marta charlando amigablemente en medio de la reunión que celebraba sus ocurrencias. Parecía algo alegre y se reía de forma artificial y ostentosa. Era tal el cambio que María se preguntaba si no habría soñado la escena.

La orquesta empezó a tocar una melodía suave. Es de mis tiempos, pensó ella, remontándose con el pensamiento a una época feliz y despreocupada, de primera juventud, de su noviazgo con Agustín. ¡Qué bonito era todo entonces! Volvió a la realidad. Sintió que él la cogía por los hombros en una actitud cariñosa, extraña en los últimos tiempos, y se dejó llevar hacia la pista. Al fin y al cabo era una noche especial y había muchos invitados delante, no era momento de pensar ni de tomar ninguna decisión. “Mañana será otro día”.

Animadas por la suavidad de la música, muchas parejas de edad madura se incorporaron a la pista. Una vez allí, y después de dos bailes, la orquesta atacó ritmos más juveniles y movidos. Los invitados se sintieron cogidos en una trampa infantil y sonrieron, pero no abandonaron el baile. Se incorporó la gente joven y aquello era un no parar. La bebida también hacía su efecto. Mañana pediría explicaciones a Agustín de su discusión con Marta. Cuando él bebía, lo complicaba todo. El ritmo era tan trepidante que las parejas se contorsionaban, reían y se comunicaban con gestos porque era imposible entenderse con palabras.

--Agustín, me voy. No puedo más—dijo María, mientras abandonaba el baile sorteando a las demás parejas.

--Ni yo tampoco. Fíjate, todos los carrozas abandonan ya la pista.

--Vamos a sentarnos todos juntos y tomaremos la última copa.

--¡Buena idea!

 El círculo se iba ampliando y los comentarios de los que llegaban coincidían en que ya no estaban para ese tipo de baile.

--Necesito una copa—dijo alguien.

--Y yo otra—añadió rápidamente María alzando la mano.

--Nos apuntamos todos a la última.

--Señora, ¿puede recordar qué pasó y dónde estaba él situado exactamente?

--Creo que sí. Él estaba a mi derecha. Bebió con mucha avidez e inmediatamente se encontró mal. Quiso agarrarse a la mesa y, en su caída, tiró del mantel arrastrando todo lo que había encima—María intentaba dar una respuesta coherente a la pregunta del inspector--. Cuando su amigo, también médico, presente en la cena, se acercó para reconocerlo, pude comprender por la expresión de su mirada que todo había terminado.

--No la molestaré más por ahora. Comprendo su situación. Ha tenido que ser una noche terrible, con sus hijos en casa y teniendo que explicarles lo que ha sucedido. De todas formas, le aconsejo que no permita que los niños lean los periódicos del día ni vean la televisión Algunos comentarios pueden ser muy crueles. Volveré para seguir con la investigación, pero le avisaré antes.

 Siguiendo a Eloísa, el policía se alejó camino de la salida, conmovido por el aspecto de María. El dolor aumentaba su belleza. “Nunca he podido resistir un bello rostro con ojeras”, dijo hablando entre dientes, como tenía por costumbre, para desesperación de sus subordinados.

Sentada en el sillón, como una estatua, María repasaba una y otra vez lo acontecido la noche anterior. La reacción de horror de la gente, la llegada de la policía, la identificación de los invitados, la ayuda inmediata e incondicional de Emma, la solicitud de Eloísa que la abrigaba y le insistía para que tomara algo y cómo, con su ayuda, pudo enfrentarse  a los ojos interrogantes de sus hijos. Después de la explicación con los niños, Emma se ofreció a llevárselos a su casa. María asintió agradecida. Necesitaba pensar. “¿Cómo había podido suceder?, ¿quién lo había hecho?, ¿la copa era para Agustín o para otra persona?, ¿tendría algo que ver la discusión con Marta o los gastos suntuosos de su marido en los últimos tiempos?, ¿quién era aquel invitado que ella no conocía y con el que vio a Agustín discutir acaloradamente en un rincón del jardín, aunque no consiguió ver su cara?”   Su mente giraba como si tuviera en su interior un caleidoscopio.

La vuelta a casa de madrugada de Marta y Rodrigo no pudo ser más diferente de la salida. Ella entró a vomitar directamente al baño y él se sumió en un silencio desesperante.

--Es lo que más me molesta de ti que, pase lo que pase, no sueltas prenda—le dijo Marta, en la puerta del baño, mientras se quitaba el maquillaje de los ojos.

--¿Y qué quieres que diga? Estoy tan traumatizado como tú. No sé qué decir. Prefiero callar y analizarlo todo poco a poco. Mañana será otro día, ¿qué digo  mañana? Dentro de un rato, mira la hora que es.

--¿Y qué con la hora? Mañana no hay que madrugar.

Rodrigo, barruntando la tormenta que se le venía encima, se levantó para acostarse, pero ella le cortó el paso. Él dio media vuelta, cogió las llaves y salió

del piso, bajando por la escalera a toda prisa.

Marta fue tras él para alcanzarlo antes de que cogiera el ascensor, pero ya no estaba. Volvió al piso al borde de un ataque.

“¿Qué?, cobarde, ¿no quieres saber la verdad?, ¿sabes por qué me vestí así?, ¿para agradarte a ti? Pobre infeliz si piensas eso. Me arreglé para llamar su atención, sí la del muerto. De esta forma te pago con tu misma moneda. Siempre me había gustado. Era tan diferente a ti. Como la noche y el día. Tenía lo que  a ti te falta: arrogancia, dinero, buenas relaciones. Todo lo que su mujer no sabía apreciar. Si me hubiera elegido a mí. Pero yo era pobre. La amiga pobre de la niña rica”, murmuraba mientras miraba fijamente la foto de Rodrigo en su marco de metacrilato.

Se acercó al espejo de la entrada y mirándose en él siguió diciendo: “Pero él me rechazó, me humilló, me hizo sentir vieja y ridícula. Tan guapo como estaba, con un olor tan varonil y su sonrisa perfecta, lo que me hubiera gustado ir de su brazo a todas partes. Ganas me entraron de matarlo en ese momento. Pero ahora ha muerto de verdad. Es la primera vez que mis deseos se cumplen”.

 Las lágrimas corrían por sus mejillas, descomponiendo el resto del maquillaje. Empezó a sentir los ruidos de la casa, el ascensor, la radio del vecino a todo volumen…

“Vamos, Marta, recupera la calma. Te espera un día duro, la policía y todo eso. Te conviene descansar. Necesito pastillas para poder dormir un rato. Me acostaré en el cuarto de invitados, no quiero ver a Rodrigo”.

Cuando Marta entró en el tanatorio y subió a la sala donde estaba el féretro, se percató de la cantidad de amigos y conocidos que tenía la familia. Fue en primer lugar a besar a María, pero tuvo que salirse al momento para dejar pasar a otros asistentes al duelo. El pasillo estaba lleno de pequeños grupos que hablaban en voz baja. Reconoció a algunos compañeros de María y a otros de Agustín con los que había compartido mesa y mantel. Buscó a Rodrigo con la mirada. Odiaba estas ceremonias artificiales, de cumplido. Siempre se sentía incómoda. No sabía qué hacer, ni de qué hablar. Localizó con la mirada a Rodrigo en medio de una reunión que supuso serían compañeros de él y de María. No quiso acercarse. Atravesando el pasillo para dirigirse a un banco, oía retazos de las conversaciones de los diferentes grupos: “Agustín no es de los que se suicidan, aunque la deuda era importante, no iba a tener el mal gusto de hacerlo en su casa y en la fiesta de sus hijos”. “Yo lo vi charlando con un desconocido y parecía muy alterado”. “No me puedo creer que yo haya presenciado un asesinato”. “A ver lo que descubre la policía, no lo va a tener fácil”. “Yo lo oí discutir al menos con dos personas”.

Marta llegó al banco y se sentó. Necesitaba respirar. Agustín tenía otra vida que desconocía. Estaba claro que Rodrigo y ella no pertenecían a su círculo íntimo. ¿Y María?, ¿estaría enterada? Un sentimiento de compasión empezó a surgir en su interior. Ni María ni sus hijos se merecían esto.

--¿Quieres que nos marchemos ya? Aquí no hacemos nada— le preguntó Rodrigo, dejándose caer a su lado.

--Vamos a despedirnos antes de María, aunque está en un estado que no se entera de nada.

-- Nos acercarernos para ver si necesita algo.

Mientras bajaban las escaleras, Rodrigo le susurró al oído:

--No te puedes ni imaginar los comentarios que he tenido que oír.

--Me los imagino. Serán los mismos que he oído yo al cruzar el pasillo. ¡Qué mala es la gente!

Salieron a la calle, era noche cerrada y hacía fresco.

 La misa y el entierro estaban fijados para primera hora de la mañana. Todo se iba cumpliendo con arreglo a las más estrictas normas sociales. Terminada la misa, la comitiva acompañaba el coche fúnebre, coronas de flores de distinta procedencia. Además de la humedad propia de los cementerios, corría un aire fresco a pesar de ser ya verano.

“¡Dios mío, qué cansada estoy y qué ganas tengo de que se acabe todo esto! Ayer el numerito del tanatorio, ahora acompañar al muerto y a la familia. Qué ganas tengo de salir de aquí. Hace un día tan bonito. Menos mal que el camino está bordeado por árboles que te dan sombra, porque vaya calor que va a hacer a la vuelta. ¿Dónde tendrá la tumba, al final del mundo?, ¿cuándo vamos a llegar? Y aquí estoy yo en medio de esta comitiva, sin  conocer a nadie. Me da mucha pena de los niños, mira quién va ahí, esa rubia del departamento de Agustín que dicen las malas lenguas que era su amante, ¡pobre María!  Como dice mi padre, nadie se va de este mundo sin saber que ha estado en él. Y ahora le toca a ella sufrir, siempre no nos va a tocar a los demás. Claro que mirándolo bien, le debo mucho a su familia, como me recuerda de vez en cuando Rodrigo, pero yo lo digo siempre, es muy fácil ser generosa cuando te sobra de todo. ¿Dónde se habrá metido Rodrigo? El caso es no estar a mi lado y dejarme como un verso suelto. En cuanto termine esto, me voy de compras, de cabeza a la sociedad de consumo”.

--¿Eres Marta, verdad?

--Sí, ¿nos conocemos?

--Nos presentó una vez María, en una cena en su casa. Yo soy compañera de ella y de Rodrigo.

--Me alegro de saludarte, aunque sea en estas circunstancias—contestó Marta, “lagarto, lagarto, no me fío ni un pelo de las amables compañeras de departamento, teniendo en cuenta los comentarios sobre Agustín”.

--Es increíble lo que ha pasado. Pobre María, ella no se merecía esto. Y de todo lo que se va a enterar ahora. Es tan buena persona, buena compañera, sólo vive para sus hijos. Es una persona ejemplar.

“Verás tú a que al final va a resultar que María es una bella persona y la que está equivocada soy yo. Pero no, tengo una lista de agravios que cada vez que me acuerdo, me enciendo de la ira. Rodrigo dice que soy rencorosa y que nunca olvido. Claro, cómo las cosas no le han pasado a él. Bueno, ya hemos llegado a la sepultura, panteón familiar. Faltaría más. Hay que ver con la indiferencia con que trabajan los sepultureros. El cura, una última oración y adiós para siempre. Tanto penar para morirse una”.

Al volver por el mismo camino, Rodrigo se acercó por detrás, la cogió del brazo y le dijo:

--Vamos, no lo soporto más.

--Pues ahora nos espera la investigación, la policía. Pero esta tarde me voy de compras. Guárdame el secreto.

--Tú estás loca.

Los dos salieron del brazo al tráfico de la ciudad.

 Capítulo  13

El trabajo de la policía era lento y minucioso. Había mucha tarea por delante. La fiesta estaba muy concurrida. El fuerte carácter de Agustín le había granjeado  enemistades manifiestas y otras ocultas.

En casa de María no existía el sosiego que proporciona la rutina diaria. Los niños estaban temerosos, nerviosos y descentrados. Su madre tuvo que recurrir a una psicóloga especializada para que les ayudara a superar la situación.

--Esto es lo que me faltaba—dijo María a Rodrigo y a Marta después de colgar el teléfono.

El matrimonio estaba de visita aquella tarde en casa de su amiga. Siempre que podían, pasaban un rato con ella. Nadie entendía nada de lo que había sucedido y oían a la policía como si fuera el oráculo de Delfos.

--Me acaba de llamar Antonia. Mi madre está en la cama y no tiene voluntad de levantarse.

--Siento que tu madre esté tan enferma—comentó Marta, después de servirse otra taza de café.

--Lo peor que hay es no tener ganas de vivir y eso es lo que le pasa a ella—contestó María con un gesto de disgusto--. Yo también me encuentro mal, he vuelto a tener dolores y en vez de ser una ayuda soy una rémora.

--A mí no me importaría ir a verla y decirle lo que ha pasado, pero nada más pensar en tener que ir a mi casa…--susurró Marta.

--Iré yo, no se hable más. Procuraré hacerlo de la mejor forma posible—se ofreció Rodrigo, sin pensarlo.

--¡Qué amable estás últimamente! Ya que vas, pásate por mi casa y haces el favor completo—dijo Marta con ironía.

--No sé qué quieres decir—murmuró Rodrigo frunciendo el ceño.

 --No quiero que discutáis por mí—añadió María con expresión entristecida--. No quiero plantear problemas.

--Si no discutimos por ti. No te preocupes—la tranquilizó Rodrigo.

--De todas formas, te estoy muy agradecida, Rodrigo, pero primero tendremos que pedir permiso a la policía. Llamaré a Antonia para decirle que vas—murmuró María de forma casi imperceptible.

--Entonces, no hay más que hablar—contestó Rodrigo haciendo caso omiso de la incendiaria mirada de Marta.

 La mañana de principios de julio prometía un día caluroso. Un coche de gama media corría a velocidad moderada por la carretera hacia Andalucía. Al volante Rodrigo, sumido en sus pensamientos. Su cabeza era un torbellino de interrogantes. Quería llegar pronto para evitar las altas temperaturas. Tenía una misión, comunicar como mejor pudiera a Doña Soledad la muerte de su yerno, evitando los detalles.

Durante el trayecto, se detuvo varias veces. Necesitaba hidratarse, estirar las piernas y comer algo. El monótono paisaje, al atravesar la Mancha, parecía que no iba a terminar nunca. Al fin, Despeñaperros, parada obligatoria. Pidió unas tapas y un refresco antes de continuar. A partir de aquí el panorama cambiaba. Mientras tomaba lentamente la bebida helada, admiraba el esplendor de la vista, comparando lo abrupto y la frondosidad del paisaje con la llanura que acababa de atravesar. Miró la temperatura. Y, sin embargo, por estas fechas y con el mismo calor se había librado cerca de aquí una terrible batalla. El recuerdo de los hechos históricos que tantas veces había oído en boca de su mujer distrajo su pensamiento durante largo rato. En el horizonte, el verdor de los olivares de Jaén.

Pasando por Écija, volvió a mirar el termómetro. “No me extraña nada que a este pueblo le llamen “la sartén de Andalucía. El indicador de Sevilla le trajo los agradables recuerdos del congreso de Cernuda. Enfilando la autovía, llegó al pueblo de la sierra de Huelva, el pueblo de las dos amigas. Las calles estaban desiertas y todas las puertas cerradas. Mejor, así no tendría que dar explicaciones.

La recepcionista del hotel acudió solícita al timbre del mostrador. ¡Cuánto había cambiado el edificio! De la humilde pensión, donde se había alojado hacía ya muchos años para su boda con Marta, al hotel con pretensiones--reflejadas en el uniforme de la empleada, digna de una descripción de Marcel Proust-- había un abismo.

Antes de cenar, dio un paseo por el pueblo. Intentaba ordenar sus ideas. Mañana le esperaba un día duro en todos los sentidos. Era una misión delicada y no podía fallar a María.

El sonido del teléfono a una hora tan temprana hizo que Antonia, la sirvienta de toda la vida de Doña Soledad, diera un respingo.

--¿Diga?

--Buenos días, soy Rodrigo Acedo. ¿Está Doña Soledad?, ¿se puede poner? Creo que María ha llamado para decir que llegaba.

--¿Rodrigo?... ¿Rodrigo? No sé, no caigo. Creía que era el párroco que había anunciado su visita para esta mañana porque la señora quiere confesarse. Pero Rodrigo, no sé.

--Mire, vengo de Madrid. Soy el marido de Marta, la amiga de María. Sus padres viven también aquí, en el pueblo.

--Ah, ya caigo. Es verdad. María llamó para decírmelo. Venga usted cuando quiera. Doña Soledad no se puede poner porque está muy enferma. Ya casi no se levanta de la cama.

--De todas formas, tengo que verla. Le traigo un recado de su hija. ¿A qué hora sería conveniente para ella?

--Don Sebastián, el párroco, ha anunciado su visita para la última hora de la mañana. Puede usted venir antes, sobre las doce.

--De acuerdo, hasta luego. Muchas gracias.

“Y ahora, a llamar a mis suegros. Qué habilidad tiene Marta para quitarse engorros de encima. En fin, para algo están los maridos. Les diré que ella no ha podido venir y que pasaré a visitarlos esta tarde, poco tiempo y sin dejarme enganchar para cenar. Que sea lo que Dios quiera”.

Al día siguiente, Rodrigo salió temprano y decidió dar un paseo por las calles del pueblo. Salvo la primera impresión del hotel, todo seguía igual: las casas, las fuentes, el arreglo de las personas mayores…

Delante de la puerta de la casa de María miró el reloj. Justamente, las doce. Antes de levantar la aldaba vinieron a su memoria atropellándose los recuerdos. Aquí, en esta familia, empezó la historia de su relación con Marta. El aspecto de la casa no era el que él tenía en su mente. Ahora parecía más pequeña, más sucia, casi abandonada. Esto pasa siempre con todos los recuerdos de juventud, pensó mientras oía los pasos que se iban acercando a la puerta. Pasos lentos, pausados, arrastrados, carentes de vida.

La enorme y pesada puerta se abrió al fin. Un olor a humedad denso y envolvente le hizo volver el rostro. En su imaginación apareció el patio de su época. Nada que ver con lo que contemplaban sus ojos: suciedad y abandono, árboles sin podar, macetones cubiertos de yerbajos, desconchones en las paredes...

--Pase, pase usted por aquí, Don Rodrigo. La enfermera ya ha terminado de arreglar a la señora y de ventilar la habitación.

--Buenos días, Antonia. ¿Qué tal se encuentra Doña Soledad?  Y usted, ¿cómo  ha pasado estos años?

--Yo me encuentro regular, con mis achaques, como usted puede ver. Pero peor está ella, a veces hasta pierde la cabeza en el momento más inesperado y confunde a las personas. ¡Ay, Señor, Señor! ¡Cuántas penas tenemos que sufrir en este valle de lágrimas!

Rodrigo la siguió por el ancho y húmedo pasillo observando la encogida figura, el arrastrar de sus pies. Comparaba a la persona de ahora con la que él conoció hace años.  “Esto es lo que nos espera porque la otra opción es morirnos, no hay más”.

--Aquí es. Me ha dicho que lo recuerda muy bien y que será muy agradable para ella charlar un rato con usted. No tenga prisa, hay tiempo hasta que llegue el párroco. Y cuando la señora se encuentra a gusto, se vuelve muy charlatana.

Él penetró en la estancia. Nunca había estado allí antes. La habitación estaba en penumbra. Era amplia y fresca, bien ventilada. Los muebles, sólo los necesarios; pocos, pero macizos, de excelente calidad, hechos en el pueblo. Al fondo la anciana, recostada sobre unos almohadones blanquísimos, de puntillas y bordados, perfectamente peinada y arreglada. La cama, presidida por un gran crucifijo. Pesadas cortinas mantenían el punto de luz necesario. Olía levemente a jazmines. Estaba en otro mundo y en otra época.

--Pasa, hijo, por favor, pasa Rodrigo.

Rodrigo sabía que en Andalucía decir “hijo” o  “hija” no había que tomarlo al pie de la letra. “Hemos empezado bien, me ha reconocido”. Se inclinó para abrazarla con cariño y con mucho cuidado comprobando la fragilidad de su cuerpo. Estaba muy débil, pero la bondad de su rostro y la inteligencia de su mirada se mantenían.

--Coge una silla y siéntate cerca de mí. Anda, háblame de mi hija, de mis nietos y de Agustín. A éste si lo viera, no lo reconocería. ¡Hace tanto tiempo que no viene por aquí!

--Todos están bien, pero Agustín…Es de él de quien quiero hablarle.

La anciana echó para atrás su cabeza como dispuesta para oír mejor y se arrimó al borde de la cama, acercándose todo lo posible.

Rodrigo se sorprendió por el gesto. Él hizo una larga pausa. “Menuda tarea me he echado encima. Necesito con urgencia la ayuda de un psicólogo. No sé ni cómo empezar”.

--Pues mire, Doña Soledad, el caso es que yo…

La pausa se hizo más larga, pero a la anciana no pareció importarle. Estaba como   dormida. Rodrigo se quedó contemplándola unos instantes esperando alguna reacción, pero el tiempo pasaba y ella no respondía. A punto de levantarse para avisar a Antonia, notó un fuerte apretón en su mano. Doña Soledad había vuelto en sí, pero en un estado de gran agitación. Su cuerpo temblaba, sus dos manos se aferraban a la de Rodrigo, su mirada estaba fija en él, pero le llamaba con otro nombre.

--Don Sebastián, Don Sebastián. ¡Cuánto me alegro de que haya podido venir! ¡Por fin, me puedo confesar y liberarme de este peso que he soportado toda mi vida!

Rodrigo, muy sorprendido, intentaba recuperar su mano. No quería oír lo que ella iba a decirle. Intentaba levantarse para avisar a Antonia. Le fue imposible.

 Doña Soledad, en ese estado, comenzó una narración perfectamente elaborada, como la de una persona que la ha estado estudiando durante toda su vida sin atreverse a contarla. Su voz era ronca, monótona y baja como en una confesión. Confesión ensayada durante muchos años. Las palabras, precisas. La anciana tuvo un acceso de tos. Rodrigo estaba estupefacto por la declaración y le acercó un vaso de agua de la mesita de noche que ella bebió ansiosamente.

--¡Ay, Don Sebastián!  No voy a tener tiempo para contarlo todo.

Rodrigo se quedó tan sorprendido que no supo cómo reaccionar. Era lo último que hubiera esperado oír. Inmóvil, continuó escuchando en silencio, como un confesor. Cuando terminó de hablar, la agitación de Doña Soledad cesó. Su respiración se volvió más lenta. Soltó su mano, se incorporó y sacó del cajón de la mesita de noche una carta.

--Don Sebastián, tome esta carta donde todo está detallado para que se la entregue a María. Ella sabrá cómo solucionarlo y hacerme perdonar. Ahora, deme su bendición para que yo pueda descansar tranquila.

Después de tan gran esfuerzo, la anciana se dejó caer sobre los almohadones y se quedó profundamente dormida. Su respiración se iba relajando poco a poco. Su mano soltó la de Rodrigo y todo volvió al estado de orden y sosiego del principio.

Rodrigo había perdido la capacidad de reaccionar. Cogió la carta, hipnotizado. Tenía que salir de esa casa y de ese pueblo cuanto antes. Miró el reloj. El confesor estaría a punto de llegar y no quería ni imaginar lo que sucedería si se encontraba con él. ¿Cuál tendría que ser su respuesta?, ¿hablar con él?, ¿callar?, ¿darle la carta? No se decidió por nada.

--¿Qué tal se ha portado la señora?

--Se ha quedado dormida, Antonia.

--Por el buen rato que se ha llevado usted en la habitación, pienso que la señora ha tenido que sentirse muy bien. Ya se lo dije yo. Por cierto, el señor párroco ha llamado diciendo que vendrá por la tarde.

--Ha sido usted muy amable. Adiós.

--¿De verdad que no quiere tomar algo?, ¿Una copita de vino?

--No, nada. Gracias.

--Le acompaño. Muchos recuerdos para todos.

Cuando Rodrigo salió, ella cerró la pesada puerta de madera. Él buscó un lugar retirado y se dejó caer en un banco.

“Ha sido un secreto muy bien guardado. Necesito sentarme y recobrar el aliento. Dios mío, en qué lío me he metido, todo por hacer de buen samaritano. En esta carta están todas las respuestas. Y, ¿qué hago yo ahora?, con lo poco que me gustan estas historias. No puedo hablar con nadie de lo que he oído. ¿Dónde la guardo? ¿Cuándo lo digo?, Y si Doña Soledad no se muere, ¿recordará por la tarde, al hablar con el párroco, lo que ha pasado? Ya no noto ni el calor que hace”.

El calor apretaba y la pocas personas que pasaban por allí, empezaron a mirarle preguntándose qué hacía un forastero, sentado en un banco a esas horas.

 “Rodrigo, levántate y vete al hotel. Tienes que comer algo y descansar. Después tienes que ir a ver a tus suegros como si no hubiera pasado nada. Un rato de charla, dejas caer la muerte de Agustín antes de irte, contándolo como si hubiera sido un accidente y “carretera y manta”, por la mañana temprano”.

Almorzó con una mirada tan ausente que obligó a la camarera a preguntarle si se encontraba bien. Se olvidó de todo. Sólo quería tumbarse y mirar al techo. Cayó como muerto en la cama. Cerró los ojos, intentando enterrar en el sueño aquello que había estado sepultado por años en la conciencia de Doña Soledad.

 

Continuará

Comentarios

12.03 | 13:29

Como buena hija de una MUTANTE y además PAS, agradezco a mi m...

14.07 | 09:44

Me gusta mucho esta pagina, claridad, utilidad y contenido. Gracias

10.02 | 11:29

Hola, yo quisiera saber si tienes el análisis oracional completo de este ...

10.04 | 11:56

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