NÉMESIS

“Pero la justicia con su balanza se cierne sobre unos en pleno día, a otros les va aplazando el castigo hasta el crepúsculo, y a algunos los engulle la noche que no tiene fin”.

 Esquilo

 Las Coéforas.

 Mario se reclinó sobre la almohada y se dispuso a escribir. El cambio de postura le costó un gran esfuerzo debido a su enfermedad, pero al final lo consiguió.

 

 Mi querida Tessa—comenzó—nadie mejor que yo sabe la gravedad de mi enfermedad y su cercano desenlace, pero no me quiero morir sin que tú conozcas los pensamientos que me han atormentado durante mi larga estancia en el hospital. Ha pasado mi vida por delante como si fuera una película  y he tenido tiempo de reflexionar.

Cuando mi padre, más que proponerme, me ordenó que debía ser ingeniero ni siquiera me planteé desobedecerlo, ni cuestionar el asunto. Ser ingeniero, como mi padre y mi abuelo, en aquella ciudad de provincias era ser alguien.

Estudié la carrera con total dedicación y, siguiendo los consejos de mi padre, cuidaba extremadamente mi trato con determinadas personas y mis relaciones, sobre todo, con el sexo opuesto. Me trataba con las chicas que me convenían, hijas de ingenieros, hermanas de ingenieros y, en fin, todo lo que supusiera una ayuda para avanzar en el camino trazado. Terminé la carrera con excelentes notas y fui al extranjero para ampliar mis estudios y perfeccionar mi inglés. A la vuelta, me creía el rey del mundo. Me invadió la soberbia de la vida.

 

Un día de verano, en vacaciones, mientras me acicalaba para salir con la pandilla en un pueblecito de la costa onubense, comprendí que me había enamorado. Recuerdo perfectamente el momento: estaba afeitándome en mi habitación y me contemplaba en el amplio espejo, recreándome en mi persona. Físicamente era alto, delgado, moreno y, en conjunto, resultaba muy atractivo; mentalmente me sentía “a tope” como dice mi hija. Brillante, con mi carrera recién terminada y todo lo demás… Verdaderamente el porvenir se presentaba esperanzador.

El súbito descubrimiento de mi enamoramiento me dejó perplejo. No lo esperaba. Cuando me repuse, me miré en el espejo como si fuera un desconocido. Sabes de sobra que el objeto de ese enamoramiento, aunque no haya mediado palabra entre nosotros, eras tú.

No fue lo que se dice un flechazo. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo: excursiones con la pandilla, largas conversaciones sobre nuestros estudios, discusiones sobre nuestras ciudades de origen. Y hasta hicimos representaciones de teatro, incluso de teatro clásico al que tú eras muy aficionada. Para impresionarte te regalé un libro de Esquilo. Aunque no tenía ni idea, te dije que me encantaba el autor. Lo recordaba de mi libro de texto de Literatura. Yo, castellano, serio; tú, risueña y optimista. Yo era medidor de todo;  tú, por el contrario, trabajabas duro, pero sin medir nada. Comprendí por qué me atraía tanto este pueblo marinero, el coincidir contigo en Semana Santa en Sevilla, donde tú estudiabas, y por qué me parecían tan tristes las Navidades en mi ciudad natal.

 Aquella sencilla habitación me pareció lo más hermoso del mundo y entendí, por primera vez en mi vida, lo que significa ser un hombre feliz. Necesitaba madurar todo esto antes de decirte nada y decidí callar y observarte a ti y, sobre todo, a mí mismo.

 

A partir de ese momento, se disparó mi imaginación, de siempre escasa, como tú bien sabes. Hacía proyectos que al día siguiente desechaba. Me veía como ingeniero ayudando al desarrollo de otros pueblos más desfavorecidos. Te había clasificado como soñadora e idealista, y por mí no íbamos a quedar. Como el ser impulsivo no estaba dentro de mis cualidades o defectos, dejaba correr los días de aquellas vacaciones sin decir nada ni comentar mi descubrimiento con nadie. Siempre he sido muy reservado. Mis proyectos eran comenzar a trabajar para tener algo seguro y plantearte seriamente la cuestión. Terminaron las vacaciones y volví a casa.

Es una gran verdad que el Amor con mayúsculas no puede ser ocultado. Todo el mundo en mi casa se dio cuenta del cambio y como yo tampoco tenía mucho interés en ocultar nada, “canté” enseguida. La reacción de todos los miembros de la familia fue desmesurada: “Arruinarás tu carrera”. “Siempre serás un Don Nadie”. “Tantos sacrificios para nada”. “¿Quién te ayudará?, ¿una desconocida?” La verdad, no esperaba que me felicitaran, pero tampoco esto.

 

Los días pasaron monótonos y el encontrar trabajo no fue todo lo rápido que yo hubiera deseado. Por otra parte, sólo tenía noticias tuyas a través de terceros. Tampoco quería escribirte para no comprometerme en serio. Y así, llegó el día de la “encerrona”. Mi padre me lo planteó crudamente: había una plaza vacante en una industria de gran importancia y se presentaban varios aspirantes. Existía un camino seguro: casarse con la hija del consejero-delegado; con esto tenía asegurada la plaza casi, y sin casi también. El razonamiento fue así de sencillo.

 

El atosigamiento era cada vez mayor. Mi hermana se hizo amiga de Lola y Lola se ganó a toda la familia: era una verdadera mujer de su casa. En cuanto a mí, terminé por rendirme. Además, quedaba tan lejos el Sur y el pueblecito onubense de veraneo y la Semana Santa de Sevilla… Y aquí todo encajaba tan bien…

Nos casamos después de Semana Santa. Hacía tiempo que no veía contigo “las de madrugá” ni la entrada de la Macarena, ni me recreaba con la pandilla en el perfume del azahar de la primavera sevillana, una de las cosas más hermosas para los enamorados. En cambio, ahora tenía nombre, una posición honorable y era alguien en la ciudad.

Sin embargo, yo tenía la sensación de que le había fallado a la VIDA, así con mayúsculas. No se puede decir “no” al amor y a la vida y seguir caminando como si nada hubiera pasado.

Los primeros años pasaron en una euforia que yo llamaría “felicidad con minúscula”: poner un piso, tener despacho propio, tertulias con lo mejor de la profesión. “Don Mario por aquí, Don Mario por allí”. Todos me consideraban un triunfador. Tuvimos hasta la clásica parejita.

.Por otra parte, estaba mi suegro, que es toda una institución. Es la supervivencia del “pater familias” con todas las consecuencias. De gran prestigio profesional por sus evidentes conocimientos y méritos, se le puede definir como de una pedantería que al principio me parecía incluso divertida, pero después llegó a hastiarme. Era “ordeno y mando”. Su mujer y sus hijas, dóciles hasta el servilismo. Era claro que mandaba en su casa y en la mía también, a través de Lola. Andaba siempre estirado y hablaba “ex cathedra”. Sus argumentos eran irrebatibles y ponía punto final a toda discusión.

 Recuerdo, como si fuera ahora mismo, una de las muchas “escenas” que habitualmente teníamos Lola y yo.

--Vamos, querido. Termina de arreglarte, que nos esperan en casa de los Mendizábal. No me gusta llegar la primera, pero tampoco la última.

--Sabes que termino la semana muy cansado y no me apetece salir. Además, no quiero reunirme con ese grupo. Antes de que abran la boca ya sé lo que van a decir. No leen, no van al teatro, no van al cine. Sólo hablan de golf, fútbol y cacerías. Estoy harto.

--Eres un egoísta. Nada más que piensas en ti. No te importa el futuro de tus hijos.

--¡Pero si son unos niños!

--Para mí es muy importante relacionarme con esa familia. Sobre todo piensa en tus hijos. El futuro hay que prepararlo desde ahora. Cuando crezcan, nuestros hijos se relacionarán con sus hijos. Son personas muy importantes en la ciudad. Todavía no hemos decidido qué carrera va a estudiar tu hijo, pero tu hija será mujer de ingeniero. El futuro hay que prepararlo desde ahora.

--Como hizo tu padre contigo.

--Eres insufrible.

Y así un día y otro.

De vez en cuando, te recordaba como se recuerda algo que perteneció a otro mundo. Siempre que se elige en esta vida, creemos que elegimos una opción entre varias, cuando lo que de verdad hacemos es cerrarnos las puertas a otras posibilidades. Hay quien elige atinadamente desde el principio, hay quien se equivoca y corrige, y hay quien se pasa la vida abriendo y cerrando puertas, y en ese trasiego pierde vida y energías. Me preguntaba qué habría sido de ti, pero ni teníamos amigos comunes, ni yo tenía ningún medio para saberlo.

Una mañana, en la cama, con la mirada fija en el techo, me di cuenta de que no podía seguir así. Mi vida era insoportable: casa-trabajo, trabajo-casa, con la excepción del domingo, en el que la variante era: misa de una, compra de pasteles y almuerzo en casa de mis padres, a los que ya veía como extraños, o peor aún, en casa de mis suegros, con las consabidas “batallitas”.

 

Entonces apareció Isabela. La verdad es que Isabela y yo comenzamos tonteando, me imagino que como tantos otros. Yo creí recobrar la juventud que ya tenía perdida y ella derrochaba. Al principio, todo fue muy bien, pero que muy bien. Me atraía la frescura juvenil de Isa, su sonrisa, su forma desenfadada de vivir, vivía el momento presente sin preocuparse de más. Sabía que yo no me separaría de Lola por aquello de los prejuicios, pero lo aceptaba y mientras durase, bueno era.

 Empezaron las citas clandestinas, la búsqueda del apartamento para vernos, los encuentros furtivos, las sonrisas cómplices de los compañeros, los congresos inventados. Me sentí rejuvenecer y creí que eso era la “felicidad”.

Sin embargo, mi ciudad es una ciudad pequeña, quieta y remansada, que todo lo ve, que todo lo observa y que todo lo transmite en susurros. Los comentarios llegaron primero como rumores y después como aseveraciones. Mis padres no lo podían creer, y mi mujer, en su papel de esposa y mártir, lloriqueaba todo el día alentada por sus buenas amigas.

El llamado a arreglar la situación fue mi suegro. Me citó en su casa después de cenar y ni corto ni perezoso dijo: “Se acabó”. Y si no se acababa, daría un escándalo y se las arreglaría para que me trasladaran, cortando la selecta clientela de la que se alimentaba mi cuenta corriente. La verdad es que hacía tiempo que había renunciado a tener ideales y había dos posibilidades: o lo mandaba todo a paseo y me iba a vivir con Isa, que al final me pediría que nos casáramos, me la veía venir, o me reformaba y me convertía en el modélico padre de familia que todos querían ver.

En esa tesitura pasaron algunos meses y sucedió un terrible acontecimiento que inclinó la  balanza: Ignacio, el mayor de mis hijos, murió en un accidente de tráfico. Nunca he comprendido el sufrimiento de los niños. Intento comprender el sufrimiento humano y mi esperanza es que tenga algo positivo. Pero el sufrimiento y la muerte de los niños es demasiado para mis entendederas. La muerte de mi hijo me sacudió profundamente y afectó gravemente a mi salud. Los compañeros dijeron que si el corazón, que si el estrés, pero yo sé que era la respuesta a tantas tensiones y a tanto sufrimiento.

Los médicos me aconsejaron descanso y el internamiento en un hospital. Volví al pequeño pueblo marinero. Después de tanto tiempo, qué cambiado estaba todo en apariencia, pero en lo esencial todo seguía igual. Los paseos por la playa, el observar a los pescadores, la juventud siempre renovada, el encuentro con los viejos amigos y lo más importante: tu visita.

Llamaste por teléfono el día anterior y me dijiste que te habías enterado de todo y querías verme. Cuando entraste en la habitación, casi no te reconocí. ¡Cuánto tiempo había pasado! Con tu exquisita delicadeza, evitaste hacer algún comentario sobre la muerte de mi hijo y nos enzarzamos en una conversación trivial sobre el tiempo transcurrido, la familia, los veraneos de nuestra época…, pero yo percibía que nuestros ojos se miraban atenta y profundamente escudriñando el pensamiento, intentando leer entre las superfluas palabras que nos dirigíamos una estructura más profunda. Irradiabas serenidad y equilibrio, siempre me habías parecido una digna representante de tu signo del zodíaco, Libra. Sólo te exaltabas cuando se trataban temas feministas y ese recuerdo permanecía vivo en mí. Ahora, con la madurez todo estaba en su justa medida. Cuando te pregunté qué profesión tenías, me contestaste que enseñabas Griego. Insensato de mí, comenté: “Y eso, ¿para qué sirve?” A lo que tú, con ese desparpajo andaluz que tanto incomoda a los castellanos, respondiste: “Para nada, pero me gusta dedicar mi vida a cosas que no sirven para nada y además—añadiste—colaboro con una ONG. A propósito, te he traído el libro de Esquilo que me regalaste. Ahora tienes más tiempo para leer”.

En ese momento comprendí que había jugado y había perdido. Deseé volverme un adolescente y, sentado contigo en la acogedora mesa camilla, contarte punto por punto el fracaso, la renuncia, la imposible vuelta atrás. No quise estropear aquel momento tan especial que la vida me deparaba. Representábamos dos mundos distintos: yo forcé mi destino para conseguir con malas artes las metas propuestas, tú te abandonaste al tuyo sin pensar ni medir la entrega. Siempre dijiste que te encantaba viajar, pero siempre volvías al Sur. Luchabas en la vida con fe y tesón, no servías para ir con la pancarta pero hacías la guerra por tu cuenta.

Todo esto pensaba yo mientras hablábamos y observaba la serenidad de tu rostro, el brillo de tu mirada, la ilusión por lo que defendías, el amor por lo que te rodeaba…Por la ventana entraba la placidez de la tarde, el lejano ruido del mar, las últimas caricias del día. Ya las sombras empezaban a oscurecer las encaladas casas. Sentí la necesidad de detener ese momento. Pensé que, de un instante a otro, los dos callaríamos y confesaríamos nuestros bien guardados sentimientos, porque yo, tan pagado de mí mismo, estaba seguro de que tú me amabas o, al menos, me habías amado. Sin embargo, la conversación trivial e informal terminó, y con ella, tu visita.

Nunca sabré tu respuesta, pero tampoco quiero partir sin que tú conozcas mis sentimientos. He sido cicatero con la vida, he medido, calibrado, pensado, sacrificado la grandeza a la miseria, el ideal a la cominería, no he apostado sino sobre seguro, he aquilatado mi esfuerzo para con los demás, y no he soltado un gramo que no hubiera recibido antes o que no esperara recibir después. Ahora todo ha terminado.

Dejo estas notas, agotado por el esfuerzo. Descanso sobre los almohadones y con desánimo cojo el libro que me has traído como recuerdo y que, al recibirlo, me ha hecho sonreír irónicamente. Abro al azar y entiendo perfectamente.

“Pero la justicia con su balanza se cierne sobre unos en pleno día, a otros les va aplazando el castigo hasta el crepúsculo, y a algunos los engulle la noche que no tiene fin”.

Esquilo

 Las Coéforas

Comentarios

12.03 | 13:29

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14.07 | 09:44

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