Luisa

 --A ver, Luisa. Tú pretendes entrar en el Reino de los Cielos. Empieza tu curriculum.

--Pues, me llamo Luisa. Soy creyente, viuda, jubilada. Vivo en un barrio humilde, en un piso humilde, pero ordenado y limpio como una patena. Cuando me jubilé, decidí simplificar mi vida para no dejar trabajo a mis hijos al tener que deshacerse de mis cosas.

Veo complacida cómo la vida ha pasado a mis hijos y a mis nietos. Ellos están ahora en el fragor del combate y tienen poco tiempo para mí, pero me siento orgullosa porque son buenas personas, cumplidoras, responsables y solidarias. Creo que algo tengo yo que ver en eso.

Ha llegado el día en el que ha amanecido y ya no estoy para verlo, pero no me preocupa porque he multiplicado mis denarios. He rezado mucho por todos, incluso por las personas que me han hecho daño en las intenciones del quinto misterio, apartado b. Incluso si alguien tenía algún problema, lo he incluido en el quinto misterio, apartado asuntos varios.

--Todo eso consta en tu expediente, pero te voy a decir cuál es la causa por la que voy a acceder a tu petición.

--¿Cuál?

--El amor

--Pero eso lo tiene todo el mundo. Aman a sus hijos, a sus nietos, a sus vecinos. No es un mérito especial.

--Me refiero al amor con que donabas las cosas que dabas: lavabas con esmero las ropas, repasabas los botones, planchabas, ponías suavizante para que quien las recibiera percibiera el perfume de tu amor. E incluso si era una prenda de tintorería, la mandabas limpiar aunque esto supusiera privarte del cine o del postre. Todo estaba impecable.

--Pero eso no tiene mérito.

--Sí lo tiene. Tú has comprendido lo que significa la dignidad de las personas. Pasa.

Luisa se despertó y sonrió. Recordó las burlas de sus hijos cuando la veían atareada en las cosas que iba a entregar a la parroquia. Ella tenía razón.