A través de un cuadro
(Nº. Registro Intelectual 201799901415311)
A través de un cuadro
(Nº.
Registro Intelectual 201799901415311)
En la larga marcha de las mujeres por sus derechos, hubo una época en la que ya
no se tenían que vestir de hombres para ir a la universidad, pero los comentarios denigrantes, las frases sibilinas y el
menosprecio continuaban.
La conclusión es que siempre hay que seguir luchando.
Capítulo 1
Nunca pudo imaginar
Marta Ramírez la importancia de aquella visita a la National Gallery. Cuando salió del museo, había transcurrido una mañana, pero ante sus ojos había desfilado una parte de su vida. Uno de los cuadros la había inquietado
hasta el punto de remover su infancia. La sospecha de que existía un secreto, un misterio, se hizo certeza. Reconoció que tenía miedo a saber, pero a la vez quería terminar con aquella especie de tortura que le impedía
disfrutar plenamente del “aquí y ahora”. ”De estas navidades no pasa que vaya al pueblo a ver a mi madre y le pregunte. Sólo ella puede contestarme, pero ¿querrá hacerlo?”
Era el último día de su estancia en Londres. Había llegado a la ciudad con un grupo de compañeros, en un viaje organizado por la universidad en la que daba clases
de Historia. Sin embargo, la visita al museo quiso hacerla sola. Para ella un museo era como una iglesia donde hay que guardar silencio y recogimiento. La visita comenzó de forma relajada, pero el cuadro había cambiado su actitud. Recordó
su llegada al museo.
Una vez dentro del edificio, pidió
una audioguía en el mostrador y se dispuso a organizarse: bolso en banderola, plano del museo en la mano izquierda y audio en la derecha. Antes de empezar, pasó su pelo por detrás de la oreja en un gesto maquinal. Al hacerlo, vio
reflejada en el espejo del pasillo su desgarbada figura. Siempre recordaba la frase de su madre: “Nunca serás una señora”.
Cómo puede
una madre decir eso a su hija, se preguntaba a menudo. Y, si fuera eso sólo… Movió la cabeza alejando estos pensamientos. Se había prometido cerrar el pasado con cremallera y arrojarlo al mar. Esta promesa la hacía todos
los días, pero su mente se negaba a cumplirla.
El museo estaba
muy concurrido. Grupos absortos ante los cuadros tenían en sus manos guías en diferentes lenguas. “Pertenecemos a una misma y extraña hermandad que siempre lleva libros en las manos”. Como disponía de poco tiempo, decidió
dirigirse directamente al ala norte donde estaban expuestas las obras de Rembrant, Rubens, Murillo, Velázquez y Caravaggio, pintores que le interesaban especialmente. Lo suyo por la pintura fue un amor tardío. Antes no había tenido ni
tiempo ni dinero. En una de las salas, un cuadro llamó poderosamente su atención. Figuraba su nombre en el título, Cristo en casa de Marta y María. Se acercó para leer las características. “Cuadro de
Velázquez, óleo sobre lienzo, de 60 x 104 cm, con fecha estimada en 1618”. Apretó el botón y oyó la explicación.
Era
la interpretación de Velázquez de la “Marta” del pasaje evangélico. Observó atentamente la figura del primer plano del cuadro. La cara de Marta, a punto de llorar, parecía poner por testigo al visitante
de la injusticia que sufría. Según el comentario, Marta amaba a su hermana María, pero, a instancias de la vieja del cuadro, se quejaba de ella a Jesús. Éste le daba la razón a María, a pesar de que las manos
de Marta, hinchadas y enrojecidas, mostraban la dureza del trabajo doméstico.
Marta quedó impresionada. Había algo en el cuadro relacionado
con la figura de María, la hermana de Marta, sentada absorta a los pies del Maestro, algo que le era familiar, pero que no conseguía descifrar del todo. Era una sensación de atracción y rechazo a la vez. El desasosiego se
fue apoderando de ella. Respiró hondo. Se sintió identificada con la “Marta” del cuadro, desamparada, pidiendo ayuda sin palabras. En cambio, la otra figura, María, sentada resplandeciente a los pies de Jesús, despreocupada
de los asuntos domésticos, era la viva imagen de su amiga María de Soto.
Tuvo que sentarse en el banco situado delante del cuadro, entre un señor
mayor con aspecto de profesor universitario y una anciana, exquisitamente vestida y perfumada. El olor del perfume trajo a su memoria a Doña Soledad, la madre de María. Otra vez, María de Soto. Su mente viajó al pueblo de la sierra
de Huelva donde nacieron las dos. Recordaba perfectamente la escena.
Tendría ella siete u ocho años aquel verano en el que su padre la llevó por primera vez a casa de María de Soto.
--Vamos Marta, Doña Soledad me espera. Tengo que tratar unos asuntos con ella. Tu madre no ha vuelto aún del mercado y no quiero dejarte sola—le dijo su padre, entrando en el dormitorio
donde estaba jugando con su muñeca.
Ella cogió su enorme muñeca de trapo y salieron de la mano. Bajaron por las calles en pendiente hacia
el Ayuntamiento. Entre la calzada y la acera el agua discurría por un canalillo hecho a propósito. Cruzaron la plaza central y se detuvieron delante de una gran puerta cerrada. Su padre llamó y les abrió una muchacha. Entraron en
un patio de mármol, lleno de plantas, con una fuente en el centro y bancos de madera adosados a las paredes.
--Buenos días, Antonia, la señora
me espera. Marta, quédate aquí, en el patio. Vuelvo enseguida.
Ella se sentó a esperar con su muñeca en el regazo.
--¿Cómo te llamas?-- le preguntó una niña alta y rubia, vestida con un traje de domingo, aunque no era domingo, mientras bajaba por la gran escalera
de mármol--. Yo soy María de Soto.
Ella no contestó. Estaba boquiabierta mirando una muñeca que la niña traía en sus
manos. Era grande y rubia con un vestido azul celeste. La niña le dio cuerda y sonó una música mientras la muñeca abría y cerraba los ojos. A su vez mecía, al son de la música, a otro pequeño muñeco
que llevaba en los brazos. Nunca había visto nada igual.
--¿Cómo te llamas?-- repitió la niña.
--Marta, Marta... Ramírez-- contestó al fin, azorada y balbuciendo.
--¿Te
gusta la muñeca?
--Sí, mucho.
--¿Quieres
cogerla?
--¿De verdad me la dejas? ¿Y si la estropeo? Mi madre dice que todo lo que toco lo estropeo.
--No lo creo; si tanto te gusta y mi madre me deja, puedo regalártela. A mí me sobran. Tengo montones de muñecas.
Ella la cogió con mucho cuidado y estuvo un buen rato dándole cuerda y oyendo la música.
Su padre salió de la
habitación.
--Vamos, Marta. Ya he terminado. Da un beso a la señora.
--Toma esto, Tomás—dijo Doña Soledad, saliendo del despacho con un paquete primorosamente atado--dáselo a tu mujer. Es ropa de María para Marta. Creo que le estará bien. Aunque Marta es mayor en edad,
es más baja de estatura. Aún tengo otro asunto del que quiero hablarte. Pero mejor, otro día.
-- Muchas gracias. Y tú, hija,
devuélvele a María la muñeca, que nos vamos.
--No te preocupes, Tomás, es para ella—añadió Doña Soledad
después de que su hija le hablara al oído.
.--¿Qué se dice, Marta? Muchas gracias, Doña Soledad. Mariana y yo estamos muy
agradecidos. Espero que mi hija, cuando sea mayor, lo comprenda todo y sepa también agradecerlo.
El beso de despedida de Doña Soledad le produjo
a ella una sensación placentera y desconocida. Aspiró su perfume.
Una vez en la calle, su padre le dijo: ”Recuérdalo siempre,
hija, tienes que estar muy agradecida a esta familia”.
Marta volvió al presente con un suspiro. Miró el reloj. Se levantó y siguió su visita, pero ya nada era igual. Decidió volver al hotel que estaba situado
en Regent´s Park. Era un buen sitio y el personal hablaba español. Durante el trayecto, sintió la humedad del exterior y la angustia de su corazón.
“No
me lo puedo creer, me está dando un ataque de ansiedad por culpa del cuadro”.
Al entrar en el edificio vio a Emma, la encargada de organizar el viaje
y una de sus mejores amigas, preparando el regreso. La observó con ternura y admiración, “¡Qué mérito tienes, amiga!” Rodeada de maletas, con su peculiar forma de vestir, inconformista y anticuada, abría
y cerraba su carpeta azul, haciendo las anotaciones del viaje. Al verla entrar, se acercó a Marta.
--¿Qué tal tu visita al museo?
--Bien, pero corta. A los museos siempre hay que volver. Nunca es bastante. ¿Tenemos tiempo de tomar algo antes de salir? Venga, te invito.
--De acuerdo, vamos a la cafetería.
Se sentaron en la barra, en un rincón apartado.
--Emma, casi no hemos podido hablar antes, entre una cosa y otra.
--Siempre la salida es más
complicada. El papeleo es el papeleo. He tenido que estar durante todo el viaje y la estancia pendiente de un compañero que no se encontraba bien.
--¿Cómo
te van las cosas?
--Pues como siempre trabajando y con la hora pegada al culo.
--¿Te
concedieron la custodia de tus hijos?
--Sí, mi trabajito me costó. Trabajo y dinero. Algún día se escribirá la historia de las madres
separadas con hijos pequeños y que encima quieren terminar una carrera universitaria. ¡La madre que parió a más de uno! Este verano tuve que currar en Sotogrande de ama de llaves porque estaba tiesa. Y encima no
pude estudiar nada para presentarme a la asignatura pendiente. ¡Qué le vamos a hacer! Necesito trabajar en lo que sea. Lo primero es lo primero, mis hijos.
--Tienes
mucho mérito. Si necesitas algo, cuenta conmigo.
--Ya lo creo. Gracias a los trabajos que me proporcionáis María y tú puedo salir adelante.
Mi “ex” no está instruido en eso del feminismo, pero paga puntual la pensión de los niños. En eso no tengo queja, todo hay que decirlo. Otra cosa es el día a día.
Emma miró el reloj.
-- ¡Dios mío, qué tarde es! Tengo que irme para terminar de recoger. Tú puedes
quedarte.
--No, yo también me voy. Te espero en la entrada.
Marta se
acomodó en un sofá. Echó una ojeada al montón de maletas, al ir y venir de Emma, al trajín del vestíbulo. Aquello parecía la Torre de Babel. Las plantas, los sillones, las alfombras amortiguaban el trasiego
de los empleados transportando los equipajes. Le apetecía aislarse. Abrió el libro que siempre llevaba en el bolso, pero no pudo concentrarse. El cuadro de Velázquez acudía una y otra vez a su pensamiento.
--Bueno, Marta, ya está todo listo. Cuando quieras, nos vamos. Los demás nos esperan—dijo Emma acercándose y cerrando la carpeta azul.
--Antes de salir, tengo que decirte que el viaje ha sido un éxito y todo ha estado perfectamente organizado. Eres un sol.
--Gracias,
Marta. Ya sabes que siempre estoy dispuesta para lo que necesites.
Salieron
las dos del vestíbulo. En la puerta, se reunieron con el grupo de acompañantes. Cogieron el microbús y partieron para el aeropuerto.
Capítulo 2
Después
de facturar el equipaje y de tomar un café esperando el embarque, Emma y Marta subieron al avión y se sentaron juntas.
--Emma, ¿te importa ponerte
al lado de la ventanilla? Me asusta ver el exterior y pensar lo que nos pueda pasar.
--Para nada. Soy de las que piensan que traemos fecha de caducidad y cuando llegue
tu momento, ¡zas!, adiós.
--Mujer, tampoco hay que ser tan descriptiva.
Una
vez instaladas, cada una se dedicó a su actividad favorita. Emma sacó un libro que le habían prestado para el viaje y Marta abrió el periódico del día. Tras echarle una ojeada, se concentró en el crucigrama.
Le recordaba su infancia cuando lo hacía al lado de su padre, pero ella carecía de la paciencia necesaria para terminarlo. Después de intentar cuadrar las palabras que le faltaban, lo dejó y empezó a leer el periódico.
No consiguió concentrarse. El cuadro de Velázquez volvía una y otra vez. Con el pensamiento en la pintura, su mente se detuvo en la atención que la “María” del cuadro prestaba a la figura del Maestro, sentado
frente a ella.
La misma mirada de admiración que ella observó,
en su fiesta de cumpleaños, entre Rodrigo, su marido, y María de Soto, su amiga de siempre. Los vio a través del espejo cuando iba a la cocina con una bandeja de copas vacías. Incluso pudo oír algo de sus comentarios y de
sus risas. Cuando volvió, con las copas llenas, no pudo reprimirse.
--Rodrigo, por favor, deja de hablar de literatura y atiende a los invitados—le
susurró al oído sin lograr contener su irritación.
--Bueno, mujer, no te pongas así. Tienes razón. Estábamos comentando
los disparates de los alumnos en los exámenes. Perdona, María, voy a cumplir con mis obligaciones.
--No te preocupes, Marta. Yo también
os echaré una mano.
“No tengo de qué preocuparme. Rodrigo es mi marido y la distancia social entre él y María es insalvable”.
.
El recuerdo del cumpleaños se desvaneció. Se quedó dormida con el
periódico en las manos. Cuando Emma la vio, cogió el periódico que iba resbalando por el regazo de su amiga y puso las hojas en orden. Al hacerlo, se dio cuenta del crucigrama sin terminar. Sonrió constatando la costumbre de Marta
y cerró su libro para descansar un poco. El avión no tardaría mucho en aterrizar y quiso relajarse antes de llegar, porque después le esperaban lo que ella llamaba “actividades extraescolares”: recoger a los niños,
bañarlos y darles la cena. A continuación, cenar ella y preparar ropa, comida…para iniciar la jornada de trabajo del día siguiente.
Emma
pensó en Adrián y Cristina, sus hijos pequeños. No tenía tiempo ni de respirar, pero desde la separación de su marido gozaba de paz interior y eso era muy importante para ella. Había observado, al trabajar con diferentes
tipos de familia que, sea cual sea la condición económica, la relación madre-hijos siempre es igual: cuidado, entrega, preocupación de las madres frente a la libertad y autonomía de los hijos. El equilibrio es difícil.
Al principio, tú das a tus hijos la vida cuando ellos nacen, pero, a partir de no se sabe qué momento, son los hijos los que te dan vida a ti. El cordón umbilical nunca se rompe, es de ida y vuelta.
El avión aterrizó puntual. Emma volvió la cara hacia Marta que todavía estaba
dormida y le dio suavemente con el codo.
-- Marta, Marta -- susurró --hemos llegado.
--¿Ya hemos llegado?
--Si no te viene Rodrigo a recoger, te puedo llevar en mi coche. Falla más que una escopeta de feria, espero
que no nos deje tiradas.
--Te agradezco el ofrecimiento y acepto. No creo que Rodrigo tenga ese detalle, no da para tanto.
--¡Cómo eres!
Las dos mujeres bajaron del avión, recogieron sus maletas, se despidieron del grupo
y salieron del aeropuerto. En Madrid era ya noche cerrada.
Marta abrió
con mucho cuidado la puerta del piso. Rodrigo estaría dormido y no quería despertarlo. Notó un olor a espacio poco ventilado.
--¡Hombres!--
murmuró por lo bajo.
--Marta, ¿eres tú? Estoy aquí, en el despacho.
--Pensé que estarías acostado—contestó Marta mientras dejaba la maleta en la entrada y avanzaba por el pasillo hasta la puerta de la habitación.
--¿Qué tal el viaje?-- preguntó Rodrigo sin levantar la vista de los ejercicios que estaba corrigiendo. Hacía tiempo que no se besaban después de una separación.
--Ha sido perfecto. Emma es un sol. ¿Has cenado ya? Creí que estarías en la cama, mañana te toca madrugar.
--Sí, he comido algo, pero como no sabía cuándo llegarías, no te he preparado nada.
--Ya…
--En cuanto termine de corregir, estoy en la cama. Procura no hacer ruido cuando entres.
--Me voy a cambiar y a preparar
algo para cenar. Descuida, no te molestaré. Es más, dormiré en el cuarto de invitados.
--Hasta mañana. Ya veo que estás muy cansada.
Todo te lo tomas por la tremenda.
--Hasta mañana.
Marta respiró
profundamente. Era verdad que estaba cansada, pero le hubiera gustado tener un rato de charla con Rodrigo. Ella no tenía que madrugar. Sacó su bata y su camisón del dormitorio, se metió en el baño y se dio una ducha con toda
la calma del mundo. Después preparó un vaso de leche tibia y un sándwich vegetal. Cogió del bolso la guía del museo y empezó a hojearla, sentada cómodamente en su sillón.
La guía se quedó abierta por una hoja que representaba Las dos Trinidades, de Murillo. “Óleo sobre lienzo.Merece destacarse el dibujo seguro de las manos,
colocadas en un escorzo magistral”.
Más que en el escorzo de las manos, Marta se sintió atraída por la mirada de la Virgen a su hijo.
Era una mirada protectora, de adoración, sumisión, entrega total, de renuncia a una vida propia. Nunca su madre la había mirado así. Ella siempre estaba muy ocupada con las labores domésticas: “¿Acaso no tienes
siempre la ropa limpia y la comida en la mesa?”, le decía cuando reclamaba su atención.
Marta volvió al presente. Bebió un poco de
leche que se estaba enfriando, el mismo vaso de leche con canela que acostumbraba a beber de pequeña para merendar antes de salir a la puerta, “a esperar a papá”. Ella sabía que la mandaban fuera para no oír las conversaciones
de su madre con las amigas. Siempre terminaban con la misma frase: “No sé cómo puedes aguantar esta situación”. Y ella lloraba en la cama hasta que venía su padre a darle un beso de buenas noches.
Apuró el vaso de leche y empezó el sándwich con desgana. Siguió contemplando la lámina. Ella sí que hubiera mirado a su hijo con adoración.
Miró a su alrededor. Compraron esta casa de cuatro habitaciones, con agobio económico, pensando en él. Pero el parto se complicó y salieron de la clínica Rodrigo y ella, los dos solos, como habían entrado. No podía
tener más hijos y ella no quería ni oír la palabra “adoptar”. Meses más tarde, nació David, el pequeño de María de Soto. Se parecía mucho al niño del cuadro del pintor sevillano.
Ahora ella se había comprometido a ir una tarde a la semana a hacer compañía a niños enfermos en el hospital. Estaba contenta de su decisión.
No
pudo reprimir las lágrimas, pero recordó su promesa: “El pasado, al mar”. Miró el reloj, terminó de comer y murmuró con resignación: “Mañana será otro día”, como decía,
más o menos, la protagonista de Lo que el viento se llevó.
Capítulo 3
Al día
siguiente, lo primero que hizo Marta después de desayunar fue llamar a su amiga antes de que se fuera a la universidad.
--¿María?, perdona que te
llame tan temprano. Es para preguntarte si puedo llegarme esta tarde a tu casa para darte los regalos que he traído de Londres.
--Claro que puedes venir y gracias
anticipadas.
--¿Sobre las cuatro te parece bien?
--De acuerdo, después
nos vemos. Ya me contarás.
--¡Hasta luego! Un beso.
María
de Soto se sentó con gesto resignado en la amplia mesa de caoba de su despacho. Si quería atender a Marta a las cuatro, no tenía más remedio que terminar ahora el artículo de la revista con la que colaboraba. Aunque ella
era profesora de Literatura, le habían pedido un texto sobre la sociedad de consumo. El plazo de entrega terminaba en unas horas. Durante la mañana tenía clase en la universidad y por la tarde, la visita de Marta. “Así pues,
manos a la obra”.
-Señora, ¿puedo pasar?—preguntó desde la puerta Eloísa, el ama de llaves.
--Pase, Eloísa, por favor. ¿Se ha traído la agenda?
--Sí, no se preocupe. Le traigo también
el desayuno.
--Gracias. Bien, vamos a ver cómo tenemos el día.
María
y el ama de llaves organizaron las cuestiones domésticas: horario de trabajo de los padres, de los hijos, menús de las comidas, limpieza de la casa. A la vez, María tomaba a pequeños sorbos el café.
--Hoy a las cuatro viene mi amiga Marta. Ocúpese, por favor, de que esté todo perfecto, como siempre.
--Se lo advertiré a la asistenta para que esté todo a punto. ¿Quiere que le cierre la ventana? Aunque hace buen tiempo, las mañanas son frescas y es ahora cuando se cogen los resfriados.
--Es una pena, porque me encanta el olor del césped recién cortado. Pero gracias por la advertencia. Cierre, por favor.
Nadie la molestaría. Agustín, su marido, estaba en el hospital, los niños en el colegio y la casa organizada. Encendió
el ordenador, leyó lo que ya tenía redactado, corrigió algún signo de puntuación y continuó:
--Para comprar un piso hay que tener en cuenta no sólo su precio y los metros cuadrados, sino también lo que cuesta al mes la comunidad, la limpieza y el mantenimiento.
Éste será su valor real si no quieres convertirte en esclavo/a de tu propia casa. En vez de tú poseer cosas, son las cosas las que te poseen a ti.
--Disfrutar
de lo que tenemos. Esa manía de coger el coche en cuanto hay un día libre, hay que desterrarla. Eso de terminar de pagar una casa, llenarla de objetos, la mayoría inservibles, para comprar otra a pocos kilómetros y volver a empezar,
demencial.
--No hacer regalos que cuesten dinero. Puedes regalar tu tiempo, tu compañía, horas de lectura, paseos…
Pensó: “Después me traerá Marta sus regalos de Londres. Más tarde o más temprano tendré que corresponder y esto es el cuento de nunca acabar”.
--Un solo hueco en el armario. Prenda que compras, prenda que sustituye a otra que va al contenedor.
Pensó: “Esto sí que es duro. Adiós a las rebajas, a los caprichos, a las frivolidades que alegran la vida. No puedo resistir un escaparate de una zapatería en rebajas”. María suspiró y miró
el reloj. Tenía el tiempo justo para terminar y salir corriendo a la universidad.
--Traducir en horas de trabajo lo que cuestan las cosas en vez de
en dinero. Aunque las cosas valgan igual, a cada persona le cuestan diferente, según sus ingresos.
--Examinar con otra persona imparcial tu lista de
gastos prescindibles, sin hacerte trampa. Multiplicar lo que ahorras cada mes, por poco que parezca, por el dinero que supondría a final de año.
Aquí
me despido, amiga lectora. En la próxima entrega ampliaré la lista, o no, según vuestras respuestas. Se admiten sugerencias.
María leyó dos veces en voz alta el texto, repasando las concordancias, la puntuación…No se decidió a enviarlo. “Luego lo repasaré
de nuevo”. Subió despacio las escaleras, echó un vistazo a las habitaciones de los niños para ver si estaban ordenadas, y entró en su dormitorio. Sentada en la banqueta, cepillándose el pelo, miraba su rostro en el
espejo. A pesar del cansancio acumulado, le agradó lo que veía: grandes ojos de color miel, altos pómulos, boca perfecta y nariz algo respingona, todo enmarcado por una melena corta de color castaño.
Se terminó de arreglar. Antes de salir, preparó el bolso con todo lo necesario: llaves, cartera, barra de labios… Buscando su móvil, en la mesita de noche de Agustín vio un
reloj de una marca muy cara. “¡Otro reloj! Esto no puede seguir así. Tengo que hablar seriamente con él”.
Salió de la casa
con el tiempo justo y furiosa por dentro. Tendría que serenarse antes de entrar en la universidad. Afortunadamente, aquella mañana sólo tenía dos horas lectivas. Cuando entraba en clase y cerraba las puertas detrás de ella,
se le olvidaban todas sus preocupaciones. Le gustaba su trabajo. Hoy tocaba hacer comentarios de textos. El tiempo pasó rápido. Después, recoger a los niños, volver a casa, almorzar rápidamente y prepararse para recibir a
Marta.
El reloj del salón acababa de dar las tres y media. María
miró el extenso jardín desde la ventana. Era una preciosa tarde de otoño, cielo azul velazqueño con algunas nubes y tonos ocres en los árboles. Sonó el timbre de la puerta. “Será Emma, siempre es muy puntual”.
Venía dos tardes en semana para ayudar con los niños y hoy tocaba llevarlos al cine.
--Hola, María. ¿Están preparados mis piratas
favoritos? Es a la película que vamos. Ya te contaré después el viaje a Londres.
--Dentro de un rato viene Marta a tomar café.
--A ver si a la vuelta está aquí todavía. Vamos, niños, que se nos hace tarde.
Y
se marchó sonriendo con los niños de la mano. Los dos le contaban a la vez lo sucedido en la clase aquella mañana. Para María, Emma era imprescindible en la buena marcha de su casa. Ella, a su vez, le ayudaba en todo lo que podía.
“Si las mujeres no nos ayudamos entre nosotras, por encima de sectarismos, clases sociales, edad y condición, ¿quién nos va a ayudar? Son muchos siglos de sumisión, de segundo sexo, de fomentar nuestra división para
sacar provecho. Todo esto no se arregla en un día, pero por algo se empieza”.
Estaba ensimismada en sus pensamientos cuando oyó el timbre de la entrada y a la asistenta que abría la puerta. Se despidió mentalmente de su paseo diario y cambió su gesto de contrariedad por una sonrisa para recibir
a su amiga.
--Pasa, Marta, ¿qué tal?
Ambas mujeres se besaron y Marta contestó:
--El tráfico a esta hora, imposible.
Nunca puedes calcular lo que va a tardar un autobús.
Mientras intercambiaban algunas frases convencionales, los pensamientos de Marta iban en diferente dirección
“¡Otro sofá nuevo!, y ahora, éste es de piel”.
--Mujer, no hay que exagerar. Si llegas tarde, no pasa nada. Me encanta tener un rato
para las dos y recordar viejos tiempos. Somos amigas desde siempre, casi hermanas.
“Dios mío, ¡qué hipócrita soy!, de verdad.
Quiero mucho a Marta, pero a distancia, y mejor, por teléfono”.
--Mira, María, lo que te he traído de Harrods. Ya sé que tienes
de todo, pero esta bufanda en tonos grises te vendrá muy bien para tu chaqueta nueva. A Miranda le he traído el osito típico de allí y una guía de la National Gallery para cuando empiece a estudiar Historia del Arte. Para
David, una gorra.
--Pero, mujer, ¿por qué te has molestado? Anda, siéntate aquí, a mi lado. Vamos a ver mi regalo.
En ese momento y tras pedir permiso, entró Eloísa. Colocó el mantel de hilo primorosamente planchado y el servicio de café de plata en la mesita auxiliar. María
le dijo:
---Eloísa, ¿puede usted, por favor, llevar los regalos de los niños a sus cuartos y ponerlos encima de las camas? Menuda sorpresa se van
a llevar cuando vuelvan.
--Deja aquí la guía del museo, quiero comentar algo contigo—le interrumpió Marta.
Eloísa recogió los paquetes y se retiró con la bandeja, después de preguntar si necesitaban algo más. Marta se quedó mirando el juego de café. Era una preciosidad,
un juego antiguo y, por supuesto, resplandeciente.
--Marta, ¿cómo quieres el café?, ¿muy cargado, como siempre? No sé cómo
puedes dormir con esa costumbre tuya.
Tomaron el café charlando sobre el viaje. María le agradeció su regalo. Marta abrió la guía
del museo y pasó distraídamente las hojas. Volvió a aparecer el cuadro de Velázquez y no pudo contenerse.
--María, no me gusta nada
este cuadro. No sé cómo interpretarlo. Me causa desasosiego y malestar, ¿tú, cómo lo ves?
--Conozco muy bien este episodio del Nuevo
Testamento. Me pasé seis años en un colegio de monjas. La profesora que nos enseñaba Historia del Arte era muy exigente y devota de este pintor. Allí me inculcaron el sentido de la disciplina, lo que les agradeceré toda la
vida.
Mientras María hablaba, Marta pensaba. “¡Qué suerte ha tenido siempre! Ella salió del pueblo siendo muy niña para
estudiar interna en un colegio de monjas. Yo, en cambio, tenía que ir todos los días al instituto en autobús a un pueblo cercano. Mis padres no tenían medios y fue Doña Soledad la que insistió en pagar los gastos del
instituto y de la universidad. La más difícil de convencer fue mi madre”.
--Marta, Marta, ¿me escuchas?, pareces distraída.
--No, te estoy oyendo. Me gustaría saber tu opinión sobre la relación entre las dos mujeres del cuadro.
--Perdona un momento, Marta. Voy a la cocina a decirle a Eloísa que prepare la merienda para los niños. Hoy tienen tarta de arándanos. Vendrán hambrientos. Si quieres probarla, le diré a Eloísa que te
traiga un trozo.
--Sí, gracias. Es un lujo la tarta de arándanos de esta casa. Tú, en cambio, estás a régimen y eres muy estricta.
Marta se quedó sola, observando con atención todos los detalles de la estancia. Siempre descubría algo nuevo y precioso.
--Ya estoy aquí. A lo que íbamos. Según he leído, en este cuadro Jesús le da tanta importancia
a la mujer que quiere aprender y dedicarse al mundo del pensamiento como a la que se dedica al trabajo doméstico. Esto en aquellos tiempos era todo un logro. Evidentemente, la cuestión no se planteaba en un hombre. Además, fíjate
en que María de Betania está sentada en la postura clásica del discípulo, es decir, a los pies del Maestro, para aprender.
--Está
claro que las mujeres de todas las épocas tienen que decidir, o la cocina o la inteligencia. Me parece que en la mitología clásica pasaba igual y ahí tienes a Diana y a Atenea—dijo Marta.
--Pues no pienses que hemos avanzado mucho. El otro día leí en una revista las declaraciones de Rita Levi-Montalcini, premio Nóbel de Medicina. Decía que renunció al matrimonio
para dedicarse a la ciencia. Creo que hoy estamos con un pie en Marta y otro en María.
--Entonces, ¿tú no crees que la “Marta” del cuadro
tenga una posición inferior a su hermana?—preguntó Marta, desconfiada.
--Ni hablar. Además, Marta es un nombre arameo que significa “señora”.
Oye, antes de que se me olvide, hazme un favor y lee el artículo que he escrito para la revista. Dame tu opinión, si no te importa. Aquí lo tienes.
Mientras
Marta leía, María fue a la cocina y volvió al momento con el trozo de tarta para su amiga.
--¿Qué te parece el artículo?
--Regular. No me gustan estas revistas y no creo que tu forma de vida se adapte a lo que escribes.
--Mujer--respondió
María, conciliadora—el tema lo marca la directora. Eso que tú dices es el eterno dilema de si el escritor es libre para decir lo que piensa en ese momento o tiene que adaptar su vida a lo que escribe. Pero, ¿has visto algún
error?
--Ninguno. Por mí, puedes enviarlo.
--Si no te importa, voy
un momento al ordenador y lo mando. Mientras, puedes mirar el álbum de fotos que está en ese sofá. Es del curso en el que coincidimos las dos en el mismo instituto, el anterior a la entrada en la universidad. Lo he bajado para recordar
viejos tiempos.
Marta empezó a hojear el álbum con fotos antiguas. Le recordaban otra vida. “¡Cómo pueden pasar tan deprisa los años!
“
--¿Qué te parece ésta?—dijo María volviendo de su despacho—. Estamos Mario, tú y yo. Mario quería salir
conmigo en serio, pero yo no deseaba comprometerme tan joven, ¿te acuerdas?
--Claro que me acuerdo. Era el mejor de todos, guapo, inteligente, serio y formal.
Marta miró detenidamente la foto. Era una instantánea tomada por otro compañero. Contempló a Mario, que miraba extasiado a María. Se quedó en silencio
mientras pensaba. “Claro que me acuerdo. Yo estaba loca por él, incluso llegué a insinuarle mi interés, pero me rechazó con delicadeza”.
No
pudo resistir más y se levantó bruscamente.
--Bueno, tengo que dejarte. Gracias por el café. La tarta, riquísima. Ha sido una tarde estupenda.
Saludos a Agustín y besos a los niños. No puedo esperarlos. Tengo que hacer algunas compras.
--Se los daré de tu parte. Y repito, gracias por los
regalos. Te acompaño hasta la puerta.
--Por cierto, se me olvidaba, Rodrigo se va a Sevilla la semana antes de Semana Santa, a un congreso sobre Cernuda.
Si te quedas, podemos planificar algo juntas--comentó Marta antes de salir.
--Yo también iré. Cernuda es uno de mis poetas favoritos. Además,
me encanta la ciudad en esa época. Recordaré los viejos tiempos y veré a mis amigas de joven. Y si Rodrigo no conoce a nadie y necesita algo, allí estaré.
Las dos se besaron. Marta salió y María mantuvo la puerta abierta hasta que su amiga, tras volverse para decirle adiós agitando la mano, desapareció en el recodo del jardín.
Continuará