Nº. Registro Intelectual, 201799901415311
Capítulo 7
La primera
sesión de las jornadas sobre Luis Cernuda terminó con la lectura del poema noveno de “Poemas para un cuerpo”. El acto se celebraba en el Paraninfo
de la Universidad de Sevilla, la ciudad que vio nacer al poeta.
María y Rodrigo habían asistido a la ponencia por separado.
Él salió primero y se dispuso a esperarla en la entrada, bajo la representación de la Fama, en la antigua, romántica y operística Fábrica de Tabacos. Por fin, apareció ella, rodeada de compañeros,
extravertida y feliz. La esperó pacientemente. Cuando lo vio, se despidió de sus conocidos y acudió a su encuentro con una sonrisa.
--Perdona si te he hecho esperar, pero es que te pones a saludar y no terminas.
--¿Por
dónde nos vamos?—preguntó Rodrigo, aceptando sus disculpas.
--Aquí cerca, en la esquina, hay un restaurante. Podemos tomar algo. ¡Qué
buen tiempo hace!—dijo María, quitándose la chaqueta y poniéndosela por encima de los hombros--.Esto es primavera y lo demás son tonterías. Me encanta venir en esta época, ¿en qué hotel te has quedado?
--En uno cercano, pero de tres estrellas. Siempre hubo ricos y pobres.
--¡Qué tonto
eres! Hay que ver las cosas que dices.
Cruzaron la calle San Fernando, entraron en el restaurante y pidieron un aperitivo en la barra.
--Tú has estado en Sevilla cuando me casé. Recuerdo que invité a los compañeros del departamento—exclamó María, buscando en su memoria.
--Lo celebraste en el hotel Alfonso XIII, donde te alojas ahora. Sólo fue ir y venir, a eso no se le puede llamar conocer una ciudad—dijo Rodrigo, contemplando a través
de la cristalera la plaza con su fuente y la escultura ecuestre de El Cid.
--No te preocupes, que ahora la vas a conocer. Tenemos la tarde libre. ¿Qué
te ha parecido la introducción del curso?—preguntó María, después de unos minutos.
--Muy bien, me encanta aprender. Pero el edificio
me ha deslumbrado. Hay pocas universidades como ésta.
--Es la antigua Fábrica de Tabacos, una fuente de inspiración artística. Es el
escenario del cuadro “Las cigarreras” de Gonzalo Bilbao y de la ópera “Carmen” de Bizet.
--¡Qué bien me ha sentado este descanso!
Ya me encuentro dispuesto a todo. Cuando quieras, nos vamos.
--Se trata de descansar un poco antes de empezar.
--Siempre creí que se descansaba después y no antes. Hay que ver lo que aprendo contigo—respondió él con tono adulador.
Rodrigo apuró su bebida, pagó, dejó la propina, mirando a María a hurtadillas. Siempre tenía la incómoda sensación de no acertar. “En estos detalles se me nota el “pelo de la dehesa”.
Nunca estoy seguro de atinar con la cantidad apropiada”.
Se levantaron y se dirigieron hacia los Jardines de Murillo. Rodrigo se quitó el jersey y se ajustó
las gafas de sol. Caminaron en silencio, siguiendo la muralla almenada del Alcázar, recubierta de hiedra y hojas de acanto. Se detuvieron a contemplar las esbeltas palmeras, el revoloteo de las palomas, la fuente dedicada a Catalina de Ribera y a oír
el rumor del agua cayendo.
--Perdona que no hable, pero me parece un sacrilegio interrumpir esta sensación de paz. Si no te parece mal, me gustaría tener
un recuerdo de este momento. ¿Te importaría hacerte una fotografía conmigo aquí?—dijo Rodrigo, sacando su máquina y buscando con la mirada a algún transeúnte.
--¡Claro que no me importa!, venga, vamos a ponernos guapos—contestó ella, sacando su espejo del bolso y alisándose el pelo—.Por ahí aparece un turista despistado.
Pídele el favor.
El turista les hizo amablemente las fotos y siguieron su paseo.
--En estos jardines recoletos, yo me pasaría tardes enteras leyendo—comentó Rodrigo, mientras hacía fotos de forma compulsiva--.Recuerdo a Cicerón: ”Si cerca de la biblioteca tenéis un jardín, ya
no os faltará de nada”.
--En esta ciudad hay plazas de diferentes tipos. Algunas son perfectas para leer, como tú dices; otras para las relaciones
sociales como la Plaza del Salvador. Ya te llevaré otro día.
Entraron por la calle Agua. Rodrigo se volvió a poner el jersey. “Me quedaría
a vivir para siempre en alguna de estas casas con estos patios llenos de macetas, naranjos, fuentes, muros cubiertos de hiedra. Silencio y recogimiento”. Siguieron por la calle Vida sin decir palabra. Grupos de turistas hacían el mismo
recorrido. Llegaron a un cruce abovedado de ladrillos. La salida del arco al Patio de Banderas con la Giralda recortándose bajo el cielo, al fondo, dejó a Rodrigo estupefacto.
--Esto se avisa—le dijo a María, deteniéndose para tomar aliento y hacer una foto.
--Ahora estamos en la Plaza del Triunfo,
siempre está muy concurrida. Turistas, gitanas que te quieren dar romero y adivinarte el futuro, coches de caballo, alguien tocando una guitarra… Vamos a cruzar la calle para ver la fachada de la Catedral en todo su esplendor, el rosetón
y las esculturas de Mercadante de Bretaña.
Siguieron caminando en silencio. La ciudad hervía de actividad en vísperas de Semana Santa. Hombres y
mujeres caminaban con paso apresurado, pero con el rostro relajado de quien pisa calles familiares, disfrutando de un clima ideal. Rodrigo sentía el calor del sol y el calor de la gente. Observaba a las muchachas ya en manga corta, sus cuerpos tostados,
tomando el aperitivo sentadas en los veladores, como si el tiempo no existiera o se hubiera detenido para no estropear el momento con las inútiles preocupaciones de cada día. Notaba el envolvente olor a azahar mezclado con el incienso de los
puestos callejeros. Grupos de jóvenes turistas, sentados en los escalones de la Catedral, enmarcados por las columnas y las cadenas, reponían fuerzas. Los escaparates de las confiterías mostraban las típicas torrijas. De algún
establecimiento comercial salían los acordes de una marcha procesional y, en sus vitrinas, nazarenos y pasos en miniatura de diferentes hermandades.
--Esto es
otro mundo—comentó Rodrigo.
--Y que lo digas. Hay que venir en Semana Santa por lo menos una vez en la vida. Y mejor con pareja.
--Mucho mejor tener amigos en la ciudad.
Un persistente olor a adobo salió de pronto de una
callejuela.
--Podemos descansar en esta mesa un poco antes de seguir. Las tapas de aquí son las pavías y los boquerones. Para beber, un vino blanco.
Pide tú, que aquí está el camarero.
Se sentaron y el camarero acudió para atender el pedido. María continuó hablando.
--Sé que tu suegra ha salido bien de la operación y que Marta estará ya en el pueblo, pero nada más. Cuando termine en Sevilla, pienso pasarme por allí
para ver a mi madre. Ya se lo he prometido. También quiero llegarme a ver a Mariana. ¿Cómo sigue la enferma?
--Ayer no hablé con Marta. Esta
noche, cuando llegue al hotel, la llamaré. Se pone tan mal cuando tiene que ir a su casa que temo hasta preguntar algo.
--Es una relación extraña
la que tiene con su madre. Cuando éramos pequeñas, le regalé una muñeca y desde entonces pasaba mucho tiempo conmigo. Creo que me cogió cariño a mí y a mi madre. Su padre tenía que tratar los asuntos
de la finca en mi casa y ella aprovechaba cualquier momento para venirse.
--Ya lo creo que es raro, pero no se le puede preguntar directamente nada. Estos días
antes de irse los ha pasado fatal, sin dormir, apenas comía, un humor de perros, y yo “pagando el pato” sin culpa de nada. Lo peor viene ahora. Cuando vuelve, se encierra en sí misma y no hay quien le saque palabra.
--Marta es muy reservada y en el fondo yo, que me considero su amiga, no me atrevo a preguntar y, si preguntas algo que no le gusta, te contesta de forma agresiva.
--Mi mujer ha sido así desde que la conozco, pero ahora va a peor. No sé cómo ayudarle.
Durante unos minutos saborearon los alimentos sin decir palabra. Se oían las conversaciones de las mesas cercanas, las ofertas de los vendedores de lotería…Inmersa en el ambiente, María suspiró. “¡Qué
a gusto me encuentro aquí! ”La voz de Rodrigo la devolvió al momento.
--Algo tendré que hacer sobre la actitud de Marta, pero será
cuando esté en Madrid. Vamos a seguir. Cuando quieras, estoy listo.
--Espera, que ahora pago yo--María pidió la cuenta. “Parece que no quiere
seguir con la conversación sobre Marta”.
--Inconvenientes de la igualdad—dijo Rodrigo y sonrieron los dos.
Al levantarse, un grupo de amigos asistentes a las conferencias se acercó para saludar a María. Ella se los presentó a Rodrigo, uno a uno, y se pusieron de acuerdo para tomar café
en la confitería La Campana, por la tarde, después del almuerzo.
No hubo tal almuerzo. Rodrigo aprendió lo que era “comer de tapas”.
A la hora convenida, al acercarse a la confitería, Rodrigo observó la fecha de la fundación, 1885. El escaparate presentaba toda clase de tartas, pasteles y las
tradicionales torrijas. En el interior, techo de escayola con molduras, columnas corintias, olor a café, a perfume caro, bullicio de gente entrando y saliendo. Los camareros con uniformes a tono con el decorado no daban abasto.
Tomaron café, de pie, en la barra, charlando animadamente y recordando viejos tiempos. Rodrigo empezó a sentirse incómodo en aquel grupo, pero no quiso despedirse pronto
por educación. María, en cambio, estaba en su ambiente. Cuando pasó un rato prudencial, Rodrigo, con el pretexto de que tenía que hablar con Marta, se despidió y volvió a su hotel.
Una vez en su habitación, tendido en la cama y mirando al techo, se quedó pensativo.
--¡Marta! Dios
mío, tengo que llamarla antes de que sea más tarde.
Con gesto resignado se levantó y la llamó.
--¿Cómo te encuentras?—le preguntó.
--Muy bien, muy bien—respondió ella.
--¿Te pasa algo? Te noto la voz rara.
--No, nada. Es que he cogido un poco de frío.
--¿Y tu madre, cómo sigue?
--Cada vez mejor. Reponerse del todo es cuestión
de tiempo. ¿Y tú, qué tal?
--Pues por ahora, estupendamente. Cuando estuve aquí, en la boda de María, sólo fue ir y venir,
pero ahora, gracias a ella, estoy conociendo la ciudad un poco mejor. Está preciosa, oliendo a azahar por donde vayas, ambiente de Semana Santa, el tiempo estupendo y las conferencias muy interesantes. Además, María me presenta a todos
los amigos que nos encontramos por la calle. No puedes dar un paso por el centro con ella sin encontrar a algún conocido. De pronto, te ves en una reunión, tomando café y charlando amigablemente con un grupo al que no conocías
cinco minutos antes.
--Me alegro de que todo vaya bien. Un beso para María.
--Insisto, ¿te pasa algo?
--Sabes que siempre que vengo al pueblo me deprimo un poco. Además, tengo la impresión de que me ocultan algo.
En fin, serán figuraciones mías. Cuando esté en Madrid, me sentiré mejor. Te dejo, que me parece que ha llegado mi padre y no quiero que note nada. Un beso. Adiós.
Rodrigo, colgó el teléfono con gesto de preocupación. Tomó una ducha para relajarse y salió a cenar. Mientras comía no dejaba de pensar en los dos mundos tan diferentes que representaban las
dos mujeres, de vidas tan distintas y, sin embargo, amigas. ¿Qué las unía? Volvió a su habitación, preparó la ropa para el día siguiente, escogió detenidamente un libro para leer, pero antes de terminar
la segunda página, se quedó dormido.
Las conferencias
del segundo día trataron sobre la estancia del poeta en el extranjero y su muerte en Méjico, en el exilio. A la salida, callejeando con María llegaron a la calle Francos. Rodrigo observaba con interés los antiguos comercios de cordonería,
lanas, telas, en plena efervescencia con motivo de las fiestas. Desde Francos llegaron a la plaza de El Salvador, llena de gente joven tomando el aperitivo, de pie, alrededor de las mesas, entrando y saliendo de los bares con las bebidas y las tapas en las
manos. Rodrigo sacó su cámara y retrató la impresionante fachada de la iglesia. Olía a azahar, embriagador y envolvente.
--Vamos a tomar
algo aquí—dijo María de forma resuelta.
Mientras comían, María le preguntó si había conseguido hablar con
Marta y él asintió.
--Nada nuevo. Lo mismo que estuvimos hablando ayer. En todas las familias hay problemas—comentó él sin muchas ganas
de profundizar.
--Eso es cierto. Cuesta trabajo mantener una familia unida y feliz, aunque sólo sirva para guardar las apariencias. Al final, todo acaba sabiéndose—murmuró
pensativa.
Terminaron de comer, salieron de la plaza, siguieron por la calle Cuna y, en una calle lateral, pequeña y estrecha, se detuvieron en silencio delante
de una casa con la siguiente inscripción:
En
esta casa nº 6 de la antigua
calle Conde de Tójar, hoy Acetres,
nació el 21 de septiembre de 1902
Luis Cernuda, el poeta ejemplar del
amor, el dolor y el exilio.
Sevilla agradecida a su memoria.
--Sin comentarios—dijo María, después de una
lectura silenciosa.
Rodrigo asintió.
Continuaron hasta la Plaza del Pan para leer en el libro que llevaban los textos que Cernuda había dedicado a sus tiendas. Después, María lo llevó a la calle Aire,
donde vivió el poeta. Allí se hicieron la típica fotografía delante de la casa, los dos juntos y sonrientes.
--Mañana se acaba
el curso con un recital de poemas. Es una pena. No te cuento el éxito que has tenido entre mis amigas. Que si “qué guapo”, que si “qué serio”, que si “qué formal”…Me han pedido toda
la información sobre ti. Para evitar comentarios les he tenido casi que jurar que eres un compañero del departamento y que estás casado con una amiga. Sí, no pongas esa cara, que es cierto. Bueno, es tarde. Tengo que volver al hotel.
Si no nos vemos mañana, besos a Marta, la llamaré. Antes de volver a Madrid, quiero pasarme por el pueblo para ver a mi madre.
María le hablaba
apresuradamente mientras iniciaban el camino de vuelta al hotel. “Esto es una despedida en toda regla. Lo que me está diciendo en el fondo es que quiere quedarse sola y que aquí termina su función de “cicerone”. Es temprano
para que ella vuelva a su hotel. ¿Qué pensará hacer? Seguro que ha quedado con sus amigos del otrodía”.
---Yo me voy al hotel, tengo
que hacer la maleta antes de acostarme—interrumpió Rodrigo con determinación.
Mientras hacía el equipaje, pensaba en los días
tan intensos vividos, en la cantidad de sensaciones que tenía que asimilar, de pensamientos en los que profundizar, de emociones nuevas. El dichoso jersey, que le había regalado Marta, se resistía a quedar bien doblado. Nunca le había
gustado, ni su textura, ni su color, pero no se había atrevido a cambiarlo. ¿Cuándo iba a aprender a decir “no”?
Terminó de hacer
la maleta, una cena rápida en la calle y vuelta al hotel. Antes de acostarse, se miró en el espejo y pensó que no estaba tan mal.
Capítulo 8
Sentado en el tren de vuelta a Madrid,
Rodrigo intentaba ordenar sus ideas. Las escenas se cruzaban en su cabeza. “Tengo que relajarme y mirar el paisaje. Llegará un momento en el que pueda pensar con un razonamiento lógico”. Se quedó dormido y cuando despertó,
supo que ya podía dominar su mente.
Examinó el escenario de los días pasados. “Antes, la calle suponía para mí un lugar de tránsito,
un medio que unía la casa y el trabajo, la casa y el cine o el teatro. Nunca como en estos días he sentido que la calle de una ciudad es un fin en sí misma, que se puede salir para no ir a un lugar concreto, sino un salir por salir, por
disfrutar del tiempo y del ambiente. Si encuentras compañía bien, pero si caminas solo, mejor. Un jardín puede convertirse en una biblioteca sólo con llevar un libro bajo el brazo y sentarse a leer. Un velador alto, en una plaza,
incluso sin asientos alrededor, puede convertirse en un foro de discusión sobre fútbol, filosofía o teatro mientras saboreas en buena compañía unas tapas y un vino del lugar.
En cuanto a María, nos conocimos en el departamento de la universidad. Asistí a su boda con Agustín y allí conocí a Marta. Desde entonces, María y yo hemos mantenido
una relación profesional y de amistad, pero en estos días he conocido una María distinta. Se nota que ella está en su ambiente, conoce en profundidad las calles de la ciudad, sus leyendas. Tiene amistades y buenas relaciones. Ahora
comprendo muy bien cuando ella comentaba que tenía necesidad de escapar de Madrid y volver a la ciudad en la que estudió de joven. En cambio, Marta nunca expresó esa necesidad. La vida de mi mujer en Madrid se desenvuelve de casa al trabajo
y del trabajo a casa, sin echar de menos nada. Son dos personas tan diferentes que cuesta trabajo encontrar el nexo que las une. ¿Quizás el sentimiento de gratitud de Marta a la familia de María que tanto le ha ayudado?, ¿quizás
porque son del mismo pueblo y tienen recuerdos comunes? Ahora que puedo ver las cosas desde fuera, no le encuentro mucha explicación.
Cosas así, en apariencia
intrascendentes, pueden unir para toda la vida. Yo me sentí atraído por Marta desde la primera vez que hablé con ella en la boda de María. Los dos tenemos un origen humilde y campesino. Mirar el dinero antes de
gastarlo une mucho en un ambiente hostil de “niños bien” como era entonces la universidad”.
Miró el reloj. Aún quedaba una hora
de viaje. Se levantó para tomar una infusión. Volvió con el vaso en la mano para beberla despacio, pero su mente no dejaba de trabajar y dar vueltas sobre lo acontecido en los días anteriores. “Tengo la impresión de
que algo, a lo que no he contestado por falta de reflejos o por no ser indiscreto, ha quedado ahí grabado. Creo que fueron las palabras de María: “Cuesta trabajo mantener una familia unida y feliz, aunque sólo sirva para guardar
las apariencias. Al final, todo acaba sabiéndose”.
Me recuerdan el inicio de “Ana Karenina” de Tolstói: “Todas las familias felices
se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. También el inicio de “Ada o el ardor” de Vladimir Nabokov: “Todas .las familias felices son más o menos diferentes;
todas las familias desdichadas son más o menos parecidas”. La frase de María tiene que ver con la escena de Agustín en casa de Emma. Bastante trabajo me costó que Marta me detallara lo sucedido. Nos quedamos
perplejos. Ahora puedo relacionarlo todo y atar cabos”.
El tren
llegó a su destino. Se sentía descansado. “Le propondré a Marta salir a dar un paseo y tomar una copa por ahí. Quiero empezar a disfrutar más de la vida, a salir con amigos. No hace falta disponer de mucho
dinero. Por lo menos, salir un fin de semana sí y el otro, no”.
Entró en el piso y encontró a Marta sentada en el cuarto de estar, a oscuras. Al principio, creyó que estaba dormida, pero ella le habló:
--Rodrigo, ¿qué tal el viaje? Estoy tan cansada que me he quedado dormida esperándote.
--Todo muy bien. ¿Cómo sigue tu madre?--le
contestó, mientras se sentaba a su lado.
--Mejor cada día, pero me preocupa mi padre. Es mucho trabajo cuidar a una enferma con el carácter de mi
madre.
--Anda, anímate y vamos a salir a dar una vuelta y a tomar algo. Así podemos charlar y me cuentas cómo has pasado estos días.
--¿Salir por la noche?, ¿a santo de qué?, ¿es una costumbre nueva? Sabes que tomar cualquier cosa vale un dinero y ya se nos ha ido el presupuesto de este mes
con los viajes. Además, estoy tan cansada que no me tengo en pie. No sería una compañía agradable. Voy a poner la mesa mientras te duchas. Cenamos y nos acostamos temprano, que mañana es día de “actividades
extraescolares”.
Rodrigo no hizo ningún comentario. Cenaron en silencio. Por mucho interés que puso no logró sacar a Marta de su mutismo.
--¿Quieres que hablemos un poco de estos días que hemos estado separados?
--Si no
te importa, prefiero acostarme. Mañana toca limpieza, la compra para la semana, el lavado, la plancha…---a todo esto le llamaba Marta “actividades extraescolares”—y quiero levantarme temprano.
--Te recuerdo que esta semana estamos de vacaciones.
--¿Y qué?, ¿es que en Semana Santa no
se come?, ¿no se necesita ropa limpia y la casa en condiciones?
--Bueno, mujer, no te pongas así. Acuéstate. Yo recogeré esto.
--Hasta mañana, buenas noches.
Por la mañana, Marta se despertó muy temprano. Preparó el desayuno y se puso manos a la obra: aspiradora, trapos de polvo, trapos blancos para los cristales, fregona, y todo lo necesario para dejar el piso
limpio. A la vez, puso la lavadora. Y como remate del día, al final de la tarde, la compra. Se odiaba a sí misma por tener que hacerlo todo tan concienzudamente, pero esa era la herencia de su madre: “La limpieza es la riqueza de los pobres”,
le decía una y otra vez y no podía escapar de esta llamada ancestral.
Empezó por la parte de la casa que tenía asignada en el reparto con
Rodrigo. El resto de las actividades: compra, cocina, plancha, las repartían según el día. Así lo habían hecho siempre. Por eso, se quedó boquiabierta con el comentario de Rodrigo.
--Hace un día espléndido. ¿Por qué no nos vamos por ahí y contratamos una asistenta que nos libere de este “rollo”?
--Pero bueno, ¿crees que nos ha tocado la lotería o qué?, ¿te imaginas que ésta es la casa de María?
--Tampoco
es eso, pero al menos cada quince días sí podríamos pagar a alguien.
--Fíjate en Emma mejor que en María. Con todo lo que tiene que
hacer, nunca se ha quejado ni se ha planteado contratar a nadie. Es la mayor de cinco hermanos, los otros cuatro, varones. Desde pequeña tenía “que ayudar a su madre” por la mañana y por la tarde sacar a sus hermanos de paseo.
Ella me confesó un día que sus amigas no la dejaban jugar porque siempre iba cargada con sus hermanos. Y eso en vacaciones. “Algún día se contará en los libros la historia de las hermanas mayores”, me ha comentado
con amargura varias veces. Durante el curso estudiaba todo lo que podía para salir de aquello. Se casó muy joven, pero “salió de Herodes para entrar en Pilatos”.
--Y esto, ¿a qué viene ahora?
--Pues a que las mujeres tenemos que ser responsables, por principio, de todo lo doméstico.
Si Emma hubiera nacido varón, ni siquiera le hubieran permitido cuidar niños. ¿La mujer nace responsable o la hacen responsable?
--Me parece que
estás sacando las cosas de quicio. Has discutido con tu madre estos días y te estás desahogando conmigo. Cuando estás en el pueblo, te pasas el día peleando con ella por cualquier cosa. Tienes el complejo de Electra, el eterno
enfrentamiento entre madres e hijas y después lo pagas conmigo. Te lo aviso: no estoy dispuesto a pasarme todos los fines de semana de mi vida limpiando.
Rodrigo
salió dando un portazo y Marta se quedó con la fregona en la mano sin saber qué hacer. Seguro que volvería enseguida. Pero no volvió. “Tengo dos posibilidades, o me voy yo también con lo que la semana será
un caos doméstico o sigo con la rutina y mantengo la cabeza fría. Quiero hacerle ver que puedo apañarme sola durante todo el día, que no lo necesito. A ver cuando vuelva, qué solución trae”.
Terminó todas las tareas, cenó y se acostó temprano. Al poco rato, sintió la llave en la puerta, apagó la luz de la mesita de noche y fingió
dormir.
El domingo por la mañana Marta se despertó temprano
con un fuerte dolor de cabeza. No le extrañó nada después de los días pasados en el pueblo y de la actitud de Rodrigo. Extendió la mano para tocar su sitio, pero estaba vacío aunque todavía tibio. Lo sentía
trastear en la cocina. Cerró los ojos. Durante la mañana del domingo, relajados de las obligaciones diarias, acostumbraban a mantener relaciones sexuales, pero, por lo visto, hoy no tocaba. “Castigada por ser una niña mala y querer
compartir las tareas domésticas. Me siento sola y en lucha con todo el mundo. He vuelto a mi castillo para encontrar ayuda y consuelo, pero mi príncipe azul no está por la labor. Lo noto cambiado. Siento que se me escapa
y no sé por qué ni adónde. Quizás tenga que demostrarle más afecto con esas palabras tan ridículas de las series americanas: corazón, cariño, mi cielo...Me pregunto en qué momento se ha fastidiado
todo”.
Se levantó de la cama despacio y se puso la ropa de deporte. Pensó que salir a correr le sentaría bien y despejaría el ambiente.
Encontró a Rodrigo en la cocina terminando de desayunar, y le habló como si nada hubiera pasado.
--Bueno, cariño—le dijo sin inmutarse por
el respingo que dio al oír el apelativo—voy a salir a correr y a despejarme un poco, ¿quieres venir?
--No, gracias, prefiero quedarme y terminar
cuanto antes este trabajo.
--¿Te puedo ayudar en algo?—le dijo con una sonrisa encantadora.
--No. Perdona, pero tengo que reconocer que estoy de un humor de perros. ¿Qué te crees que me han propuesto mis alumnos de primero?--preguntó Rodrigo como si entre ellos no hubiera sucedido nada.
--No tengo ni idea.
--En la última clase, el tema era el cuento. Estuve desarrollando la
teoría, en plan clase magistral. Al final, les propuse un ejercicio práctico para su casa: escribir un cuento que contuviera, al menos, cinco de las funciones de Propp, que, por supuesto, ya les había explicado en las clases anteriores.
--Hasta ahora me parece normal.
--Sí, pero de pronto me pregunta una alumna que por qué
en vez de tanta teoría, no escribo yo uno y de esta manera lo ven todo sobre la práctica.
--¿Y tú, qué contestaste?
-- Como estoy en plan “colegui”, y según ellos, soy un profe “guay del Paraguay” les dije que me parecía una idea estupenda. Tengo un “cabreo
sordo” conmigo mismo. Éstos son los peores. Toda la clase encantada, como comprenderás. En vez de llevarse ellos trabajo a su casa, me lo ponen a mí. Así me veo por mi mala cabeza.
--Ese es tu problema, no sabes decir “no”. Vas a tener que hacer un curso intensivo de inteligencia emocional para aprender. ¡Hasta luego!
Marta miró a su marido antes de salir. “Quizás nunca lo he tenido del todo. Fue una boda porque sí. Éramos
compañeros, nos llevábamos bien y, al fin y al cabo, todo el mundo termina casándose. Creo que nos hemos acostumbrado el uno al otro. La pérdida del bebé nos ha distanciado en vez de unirnos. Sólo me queda para consolarme
la visita a los niños enfermos. Ellos sí que son agradecidos. María es afortunada, lo tiene todo”.
Después de la salida de Marta, pudo Rodrigo concentrarse en su trabajo. Hizo un esquema de lo que tenía que narrar y empezó a escribir el cuento. Quería acabarlo cuanto antes para
estar libre en la semana de vacaciones. Estaba terminando, cuando sonó el móvil de Marta.
--¿Por qué demonios no se llevará esta mujer
su teléfono?
Era Emma quien llamaba.
--¿Qué tal, Emma?
Me alegro de saludarte.
--Hola, Rodrigo. Quiero preguntar a Marta si cuenta conmigo para organizar el viaje de fin de curso.
--Pues no sé nada de ese asunto. Estamos muy liados y no hemos hablado de eso, pero le diré, cuando venga, que has llamado.
--A propósito, ya que puedo hablar contigo sin estar ella, quiero comentarte una cosa. La verdad es que me da mucho apuro, pero me siento en la obligación de decírtelo por el afecto que os tengo.
--Dime lo que sea porque me estás alarmando, ¿no estará enferma?
-- Creo que Marta está
un poco cambiada. No sé si será por efecto del cansancio o porque duerma mal o por lo que sea. El caso es que está irritable, en un estado de ansiedad permanente, obsesionada por cosas pueriles, comparándose siempre con otras
personas que, según ella, valen menos, pero tienen un mayor reconocimiento. Sobre todo tiene una fijación cada vez mayor con María. Cuando quedamos para tomar un café, no deja de hablar de ella ni un minuto.
--Dame todos los detalles que puedas porque tú como estudiante de psicología ves mejor que nadie estas cuestiones.
--Por ahora, eso es lo que he observado. Me quedo más tranquila compartiendo contigo mi inquietud.
--Muchas gracias por todo. Pensaré
sobre lo que me has dicho.
--Bueno, te dejo. Oigo a los niños que se están peleando.
--Adiós, y gracias otra vez.
Rodrigo apagó el móvil y se quedó muy pensativo. No tenía ni idea de lo
que le había comentado Emma. Él no había observado nada. Claro que en estas alteraciones del carácter las personas más próximas son los últimos en enterarse. Siempre había oído los comentarios
de su mujer sobre María como algo sin mayor importancia, producto de las desigualdades familiares, de la pérdida del bebé, pero nunca se le había pasado por la imaginación que se pudiera transformar en algo más serio.
Intentó seguir escribiendo las cuestiones a sus alumnos pero le fue imposible concentrarse.
“No sé cómo afrontar esto. Lo normal sería
acudir a un profesional, pero es un consejo difícil de aceptar para ella. En el mundo de la enseñanza, como en algunas profesiones, necesitar ayuda de este tipo no está bien visto. La observaré, cambiaré impresiones disimuladamente
con las personas más cercanas a ella y volveré a hablar con Emma para pedirle su opinión”.
El sonido de la llave en la puerta de entrada le
devolvió a la realidad. Ella entró como siempre, protestando del calor, de la contaminación, de la limpieza del edificio.
—No sé dónde
vamos a llegar con estas temperaturas tan pronto. De todas formas el verano tampoco da muchas alegrías. O aquí, en Madrid, pasando calor o en los aburridos pueblos de la sierra. Da igual en tu pueblo o en el mío, oyendo las batallitas
de nuestros padres. María sí que tiene buenos veranos, chalet en la playa, viajes al extranjero, buenas relaciones con personas interesantes…
--Bueno
mujer, no te pongas así. También María tendrá sus problemas.
--¿Problemas? No creo. Ella no sabe lo que es un problema.
--No lo dirás en serio. Su familia y ella siempre te han ayudado en todo lo que han podido y has llegado donde estás gracias a su apoyo incondicional. Dice el refrán:
“De bien nacidos es ser agradecidos”.
--No veo por qué tengo que agradecer nada. Al revés, me parece una gran injusticia que desde el nacimiento
unos tengan tanto y otros tan poco. Me voy a duchar.
-- Te ha llamado Emma para saber si piensas contar con ella para el viaje de fin de curso.
--Cuando termine, la llamaré.
“Esto está peor de lo que yo creía.
Nunca la había visto tan exaltada, ni con estos cambios de humor. Ayer me montó un número de cuidado, hoy por la mañana salió sonriente, y ahora mira cómo vuelve. Quizás no le había prestado atención
antes y la llamada de Emma me ha puesto en guardia”.
Mientras Marta se estaba duchando, Rodrigo no dejaba de pensar en cómo se puede complicar la vida en
un momento. Todo había pasado a un segundo plano. Ante el estado de su mujer, la visión de los días pasados se alejaba. No es lo mismo una Marta sana y fuerte que una Marta enferma y débil que suscita las simpatías
por su desamparo. Siente que se adentra en arenas movedizas y que, de momento, lo único que puede hacer es observar.
Capítulo 9
Después de su conversación con Emma, Rodrigo se quedó preocupado. Odiaba tener que llevar las inquietudes domésticas
al trabajo y empezó a inquietarse al comprobar que se distraía en clase y, peor aún, que los alumnos lo notaban y se daban codazos. “Esta situación tiene que terminar, hablaré con mi mujer en la primera ocasión
que tenga”.
--Marta, ¿podemos hablar?, ¿tienes
un momento?, le preguntó una tarde después de tomar café.
--¿De qué?, ¿de lo bien que te lo has pasado en Sevilla con María?
--No es eso, mujer. Quiero pedirte disculpas por el portazo del otro día. Limpiaré los fines de semana hasta que me muera.
--Encima, tómatelo a broma.
--Es que creo que si hablamos de esta cuestión, de la situación de tu madre, de tu estancia
en el pueblo, te encontrarás mejor.
--¿Mejor de qué?, ¿acaso estoy enferma?, ¿es que me notas algo raro? Ya me he dado cuenta de que
me miras de un modo extraño.
--Si te vas a poner así, lo dejamos para otro momento.
--Sí, será mejor. Me voy a correr un poco.
--Yo me quedo trabajando. Tengo que poner exámenes, tengo ordenador para rato.
Marta salió y Rodrigo se quedó pensativo. ”Esto me supera. No soy hombre con reflejos rápidos para solucionar conflictos. En otra ocasión
será, y con un poco de suerte a lo mejor se soluciona solo”. Se encogió de hombros.
Empezar a teclear en el ordenador y sonar el teléfono
fue todo uno.
--Hola Emma, Marta no está. Ha vuelto a sal… ¿quéee?... ¿que María está en la clínica?...Sí…
¿que ha sufrido un accidente doméstico? Ahora mismo voy para allá. Ya me explicarás los detalles más tarde. Y gracias por llamar.
Rodrigo
se levantó. Comprobó que Marta no se había llevado el móvil y pensó que, con el enfado que tenía, Dios sabía cuándo volvería. Escribió rápidamente una nota para Marta, cogió
las llaves y salió precipitadamente camino de la clínica. “Es lo menos que puedo hacer, después de lo bien que ella se portó conmigo en Sevilla”.
La nota escrita con bolígrafo rojo sobre la mesita de la entrada llamó la atención de Marta al abrir la puerta del piso.
Leyó con mucho interés y con el ceño fruncido el mensaje de su marido y se dispuso a salir, pero una rápida mirada en el espejo de la entrada la detuvo.
“¿Qué significa un accidente doméstico?, ¿ habrá sido una caída accidental?, ¿un golpe fortuito?... Tranquilidad, no hay que perder la calma. María no necesitará nada porque
seguro que Agustín, Emma y Rodrigo estarán en la clínica. Todo es muy extraño. De todas formas, tengo que ir a ver qué pasa. Me arreglaré con tranquilidad, al fin y al cabo, nadie sabe exactamente cuándo he
vuelto a casa”.
Cuando terminó de arreglarse, Marta se dispuso a recoger y ordenar la casa. Una costumbre que le había inculcado su madre de pequeña;
era incapaz de ausentarse y dejarlo todo desordenado. Las sillas bien puestas, el paño y el centro de mesa en su sitio. Iba pasando por las habitaciones desenchufando lámparas, ordenando libros…Uno de los libros de Rodrigo se cayó
al suelo y un sobre con unas fotografías salió despedido. María y Rodrigo aparecían en ellas sonrientes y con aspecto de turistas. Miró el reverso de las fotos: “Casa de Cernuda en la calle Aire”, ponía
en una y en la otra, “Fuente dedicada a Catalina de Ribera, jardines de Murillo”.
“Estas fotos son de Sevilla. Qué bien se lo pasaron. Y yo
mientras en el pueblo, con mi madre. Y mira cómo sonríe Rodrigo. Claro, María representa la alegría de vivir y el sur, el buen tiempo, el azahar, oír buenas conferencias en vez de tener que dar clase. Y encima cuando viene,
lo pongo a limpiar. No me extraña nada que piense la diferencia que hay entre María y yo y me mire con cara rara. El dinero cambia mucho las cosas... Bueno, Marta, no sigas por ese camino, estás desvariando. Son sólo dos compañeros
que están haciendo turismo. Y punto”.
Guardó las fotos donde estaban con cuidado para que no se notara nada.
--Pues sí que Rodrigo ha salido corriendo. No ha apagado ni siquiera su ordenador. En fin, como siempre, una tiene que estar en todo. ¡Mira!, si está aquí el cuento de los alumnos.
Ya hasta hablo sola. ¡Ah, el periódico!, es el de hoy. Lo meteré en el bolso y me lo llevaré para terminar el crucigrama. En las clínicas siempre hay que esperar algo.
Marta empezó a leer el cuento de su marido. Al principio, divertida porque sabía la poca imaginación que él le echaba a la vida, pero a medida que avanzaba la expresión de su rostro iba cambiando.
Su sonrisa de superioridad se fue convirtiendo en una mueca y sintió que le faltaba la respiración. Se detuvo un momento, incapaz de aguantar el dolor que le producía el reconocimiento de que sus sospechas no eran infundadas. El tema del
cuento, la descripción de los personajes, todo coincidía. Rodrigo había cambiado el personaje masculino por uno femenino, hablaba del sur en general para despistar, pero a ella no iba a engañarla. Respiró hondo, se
sentó en la silla más cercana y terminó de leerlo.
“¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta antes? No puede ser lo que estoy
pensando. Mis pensamientos son repugnantes, pero, ¡qué hipócritas! Claro que pueden ser figuraciones mías, pero es mucha coincidencia. Antes las fotos, y ahora, esto. Se cree que porque cambie algún detalle no me voy
a dar cuenta. Ella tiene todo lo que yo deseaba y ahora quiere arrebatarme lo único que me queda. Tranquila, Marta, ahora no puedes pensar, pero tampoco me voy a quedar con los brazos cruzados mientras me quita lo que es mío. Ya no tengo ninguna
duda de las intenciones de Rodrigo, pero no se lo voy a poner fácil”.
Suspirando, terminó de recoger la casa, y salió a la calle. Necesitaba
aire.
Entró con paso decidido en el edificio mostrando
cara de preocupación. “La vista del vestíbulo de un hospital siempre me impresiona. En éste, el lujo no sólo está en el mármol, en la amplitud de los pasillos, en los cómodos sillones de la entrada, sino
también en el silencio, el respeto con el que tratan a los pacientes, siempre de “usted”, el intercambio en voz baja de las órdenes del personal médico. Cada vez que tengo que venir a una clínica me asalta la misma sensación
de pánico de aquel día. Todo sucedió tan rápido, la ambulancia, el quirófano. Y después nada, el vacío, las explicaciones del médico, la cara de pasmado de Rodrigo, ni una palabra de consuelo, como
si no fuera con él. A ver dónde está el mostrador de información. Menos lujo y más eficacia. Cada mañana me pregunto por qué me tuvo que pasar a mí y aún no he encontrado la respuesta. María
tuvo por aquella época su segundo hijo, un niño precioso y sano”.
Tuvo que sentarse en uno de los sillones porque sintió que se mareaba. “Recupera
la tranquilidad, no puedes “dar el número” aquí. Cada vez que me acuerdo del dichoso cuento y de las fotos, creo que me sube la tensión. Él piensa que me va a engañar y que soy tonta, pero lo he entendido
todo perfectamente. No puedo estarme quieta, voy a ver qué me dicen en información”.
--Por favor, ¿puede indicarme la habitación de
María de Soto, la señora de Don Agustín Medina?—preguntó con voz muy baja.
--Número 205. El doctor acaba de reunirse con la
familia en el despacho de Don Agustín. Tardarán un rato.
Llamó
a la puerta de la habitación. No recibió respuesta y la empujó levemente. María estaba dormida, conectada por cables a un equipo, con el goteo puesto. La habitación, en penumbra. Dejó el periódico encima de
la mesita auxiliar. Se situó a los pies de la cama para poder mirarla bien. Contempló a su amiga y, por primera vez en su vida, se sintió dueña de la situación. Sabía que Agustín, Emma y Rodrigo estaban
reunidos con el médico y que disponía de tiempo. Observó la palidez de su rostro, sus brazos extendidos sobre las sábanas, su respiración. En el lado derecho, la botella iba dejando caer gota a gota el suero necesario
para no deshidratarse. “Ahora me siento superior y no inferior como la “Marta” del cuadro. Si ella desapareciera, se acabarían mis problemas. Rodrigo no me abandonaría y yo no tendría que sufrir esa humillación
ni sería el hazmerreír del ambiente universitario”.
Miró a María y se quedó pensativa. “Tengo que
meditar detenidamente y vengarme de una forma sutil”. Oyó voces y pasos y salió con rapidez por la puerta que daba a otro pasillo.
Agustín, Rodrigo y Emma entraron en silencio. Emma observó el periódico del día con el crucigrama sin terminar.
No dijo nada. Se mantenía ajena a la conversación de Rodrigo y Agustín. “Estoy preocupada. No me gusta nada la actitud de Marta, ni lo que sospecho de Agustín. Solamente confío en Rodrigo. Los conocí cuando
contesté a un anuncio de María en el tablón de la universidad, solicitando una ayuda para las cuestiones domésticas. Aprecio sinceramente a las dos familias que me ayudan en todo lo que pueden y no quiero juzgar. Vengo observando
a Marta desde hace tiempo y estoy preocupada por su comportamiento”.
--¿Cómo ha sido?—preguntó Rodrigo a Agustín.
--La verdad es que no puedo decirlo con exactitud. Estábamos en casa. Empezamos viendo fotos con los niños y terminamos discutiendo en el descansillo de la escalera. Preferí
dejar la discusión que se estaba poniendo violenta y volverme para subir al dormitorio. No había terminado de subir cuando sentí un grito y, al mirar atrás, vi a María que caía rodando por las escaleras. Bajé
corriendo, pedí una ambulancia y llamé a Emma para que os avisara y se viniera a la clínica. Ya ves lo que ha dicho el médico.
Rodrigo
lo escuchaba en silencio con el rostro impenetrable. No sabía por qué motivo resonaban en sus oídos los comentarios de María en Sevilla. También recordaba lo que le dijo Marta sobre la actitud de Agustín el día
en el que las tres se reunieron en casa de Emma. Absorto en sus pensamientos, oyó que Emma hizo un comentario.
--Bien, vamos a organizarnos por turno. Yo quiero
ser la primera. Me viene mejor la noche por la cuestión de mis hijos, puedo dejarlos con su padre. Ya vosotros habláis y decidís lo que hacemos mañana.
Agustín y Rodrigo salieron para despedirse del médico y marchar a su casa. Agustín quería tranquilizar a sus hijos.
Emma se sentó
en la otra cama de la habitación para pasar la noche atendiendo a María. No había creído ni una sola palabra de la narración de Agustín. Tampoco comprendía el motivo de Marta para marcharse sin querer
ser vista. Cada vez le preocupaba más su estado emocional, pero también se preguntaba si no sería deformación profesional al estar estudiando ella las alteraciones de conducta. Por otra parte, había demasiados interrogantes
en todo el asunto.
Entró la enfermera que hacía el turno de noche y comprobó los datos de la paciente. Anotó algo en el parte colocado a
los pies de la cama.
--Ya está todo controlado. ¿Y usted, qué tal se encuentra? ¿Quiere que le traigan un café o algo de cenar?
-- Le agradecería un café bien cargado. ¡Qué dolor de piernas! Descansaré un poco con las piernas en alto.
-- Le servirán el café enseguida. Buenas noches.
--Buenas noches.
Se sentó un rato, pero comprendió que con el cansancio acumulado no iba a tardar mucho en quedarse dormida. Se levantó, buscó el sillón más incómodo de la habitación
y se sirvió un vaso de café del termo que le habían preparado. A la vista de la noche que le esperaba, cogió el periódico y se dispuso a terminar el crucigrama.
María estaba tranquila y la enfermera del turno de noche pasaba con asiduidad para ver cómo iba todo.
Marta llegó a su casa muy alterada. Necesitaba pensar y, rápido, antes de que llegara su marido. También necesitaba estar sola durante un buen rato. Tomaría
una larga y relajante ducha. Entró en el cuarto de baño, dejó caer al suelo la ropa que se iba quitando y cerró la mampara como quien alcanza su tabla de salvación.
El agua tibia comenzó a caer sobre su cuerpo. Estaba furiosa y se frotaba con fuerza, asustada de sus propios pensamientos. Sentía que todo era inútil, no conseguía relajarse. “Es cuestión de
tiempo, tiempo y agua”. Cerró los ojos y repetía: “¡Tiempo y agua!, ¡tiempo y agua!”
Al salir de la ducha,
con el albornoz puesto y el pelo enrollado en una toalla, limpió el vaho del espejo y consiguió ver reflejada su imagen. Agrandó sus ojos para ver mejor.
“Odio los espejos. Mira en lo que te has convertido, Marta. Mejor, en lo que te han convertido. Pareces diez años mayor. Fíjate, Marta, la piel mate, el entrecejo fruncido, oscuras ojeras, el rictus de la boca, las arrugas. Estás
atrapada en una situación nueva para ti. Los mataría a los dos, pero no puedo evitar sentir compasión de la situación de María. Tengo que calmarme para tomar un camino, pero que no se crean que se lo voy a poner fácil.
Nadie me podrá acusar de alteración de conducta, lo que aducen los profesionales para atenuar las penas. Marta, pero ¿qué estás diciendo?
Me siento libre para tomar una determinación y asumir la responsabilidad. Sé que nunca he apreciado lo que tengo y siempre he querido lo que tienen otros. Es más, nunca he valorado lo que poseo hasta que me lo quieren arrebatar. No puedo
consentir que alguien desee lo que yo considero de mi propiedad, como mi marido. Cálmate, Marta, cálmate. ¿Por qué tengo que calmarme, ¿eh? Seguir el camino que he llevado hasta ahora, un camino de sumisión, supone
tener que aceptar sin rechistar el plan de Rodrigo. Y eso, jamás. Tengo yo ahora el poder de decidir, de utilizar mi superioridad física y psicológica sobre María. Quiero acabar con la humillante sensación que siempre
he sentido frente a ella”.
--Marta, Marta, ya he vuelto de la
clínica, ¿dónde estás?
-- Aquí, en el baño. Ahora mismo salgo, ¿cómo está la enferma?
--Hay que esperar unas horas el resultado de los análisis. Está sin conocimiento aún, pero los médicos dicen que esto lleva su tiempo. ¿No has podido
acercarte a verla?—preguntó Rodrigo, detrás de la puerta del baño.
--Pues mira, no. Y bien que lo siento. Acabo de llegar. He visto tu nota
y estaba arreglándome para salir, pero tú has llegado antes. Si te parece bien, voy ahora.
--Creo que es muy tarde. Emma se ha quedado con ella y está
bien atendida. Mañana iremos los dos, si te parece mejor.
--¡Qué fastidio haber pasado la tarde fuera!, pero, ¿quién se lo iba a imaginar?
--No te preocupes. No podemos hacer nada hasta mañana. Termina de ducharte y vamos a cenar temprano, mañana hay clases—dijo Rodrigo, alejándose de la puerta.
Marta volvió a mirarse en el espejo. Continuó con el hilo de sus pensamientos.
“También puedo visitar a un psiquiatra, necesito ayuda. No me lo puede permitir. En mi trabajo está mal considerado. Es más interesante elaborar minuciosamente un plan más sutil”.
Continuará