Nº Registro Intelectual: 201799901415311
Capítulo 17
El policía González recibió a Marta de pie en su despacho. Sólo habían pasado unas horas desde que la vio por última vez y se quedó impresionado
por su aspecto. Ni siquiera se defendía de las acusaciones. Como si creyera merecer el castigo por alguna razón que a él se le escapaba.
--Siéntese,
por favor, señora de Acedo. Tengo buenas noticias para usted. Ya tenemos al asesino. Las pruebas son irrefutables. Don Agustín se había metido en negocios dudosos con unas personas a las que debía mucho dinero. Quiero ser el primero
en comunicárselo y expresarle mis más sinceras disculpas por todo lo sucedido.
Marta lo miraba fijamente como si no le hablara a ella, sino a alguien que
estuviera a su espalda. No hizo ningún comentario ni movió un músculo de la cara. González siguió hablando, con una locuacidad nerviosa.
--Sí le puedo decir de quién se trata. Es un “elemento” que estuvo en la fiesta, Dios sabrá cómo entró. Aunque en estas reuniones de verano al aire libre, es fácil que se “cuele” alguien
a quien ninguno de los anfitriones conoce. Me parece que la estoy mareando con mis explicaciones-- aclaró el policía viendo el escaso interés que mostraba Marta por el asunto--.Puedo añadir que lo que dio un giro a la investigación
fueron unas fotografías que me trajeron unos invitados. Son dos jóvenes que se dedicaron a hacer fotos con una pequeña cámara, sin pedir permiso. Bendita ocurrencia. En una de ellas estaba Don Agustín charlando con el acusado,
de manera poco amigable, y en otra se le muestra claramente dentro de la caseta del jardinero. De ahí sacó el veneno. Es una foto muy buena, se le ve perfectamente a través de los barrotes de la ventana, hurgando en la estantería,
en las baldas más altas, donde guardan los venenos.
“¿Cuándo se callará este hombre? Como si a mí me importara quién
es el asesino o lo que pueda pasar por ahí fuera. Ya me había hecho a la idea de pasar el resto de mi vida en una cárcel, con un horario, tiempo para escribir poesía, estudiar y olvidarme del mundo exterior que tan cruelmente me
ha tratado. Me siento igual que la “Marta” del cuadro de Velázquez. Humillada, incomprendida, sin tener a quién acudir, sin saber explicar lo que me sucede. Con la suerte que tengo, que me acusen de un asesinato me parece casi
normal. Sólo quiero tener paz, no creo que sea mucho pedir. Nadie puede devolverme el pasado. ¿Qué me está preguntando ahora este imbécil? Querrá lavar su mala conciencia con esta verborrea estúpida”.
--¿Quiere que avise a su marido para que venga a recogerla?
--No, gracias, prefiero llamar yo por teléfono.
--Puede disponer del mío. Yo voy
a hacer mientras unas gestiones.
Marta marcó un número de teléfono que se sabía de memoria.
--Emma, acaban de soltarme. ¿Puedes venir a recogerme y llevarme a tu casa? Es el único sitio donde deseo estar en este momento.
Después
de hablar con ella, salió al pasillo y se sentó en un banco de la entrada: las piernas juntas, la cabeza hundida entre los hombros. Al lado, la bolsa con sus efectos personales. “Puedo esperar todo el tiempo del mundo”.
Cuando Emma llegó, las dos mujeres se abrazaron. Marta lloraba con desconsuelo y
Emma trataba de calmarla sin mucho éxito.
--Vamos, vamos, ya ha pasado todo. Algún día se escribirá la historia de las acusadas injustamente.
A ver quién te compensa ahora. ¿Y tu reputación? Tarde o temprano todo se sabe. Desde el principio me di cuenta de que el tal González era un misógino de mucho cuidado. Estoy tan indignada que entraría ahora mismo
a “cantarle las cuarenta”, pero no creo que eso te ayude mucho y además, no se puede generalizar.
Marta no decía nada. Emma continuaba hablando.
--Lo siento. Soy una estúpida, pero las injusticias me pueden. Veo que prefieres no comentar nada. Ahora, a descansar y a reponerte. ¿Has llamado ya a María? Rodrigo
estará al llegar. Vamos a sentarnos fuera, en un sitio tranquilo, donde podamos hablar.
Mientras caminaban, Marta le contó los pormenores de lo sucedido.
Se sentaron en un pequeño parque cercano, lejos del ruido del tráfico y de la curiosidad de la gente.
--A Rodrigo ni lo he llamado, ni quiero volver a
verlo en mi vida. Pienso separarme de él cuanto antes. ¿Qué puedo pensar de un hombre que tiene una carta para María y no me deja leerla? Tengo que pensar lo peor. Además, tengo que decirte, porque así lo siento, que
ha dudado de mi inocencia. Lo leía en sus ojos.
--Creo que en esto exageras—dijo Emma con poca convicción porque recordaba los comentarios de Rodrigo
en el bar de copas—. Lo mejor que podemos hacer es irnos a mi casa. Te propongo quedarte conmigo en mi piso. Mis hijos están con su padre. Puedes estar ahí todo el tiempo que quieras hasta que veas las cosas con claridad y sepas qué
determinación vas a tomar. Yo puedo transmitir lo que tú me digas a Rodrigo, a María y a tus padres. Como estás de vacaciones no tienes que ocuparte de nada. Conmigo no tienes ni que hablar si no te apetece. Yo ni te aconsejaré,
ni influiré en ti para que tomes una determinación. Déjame cuidarte, porque es lo que necesitas.
--Gracias por tu ofrecimiento. Acepto y nunca
lo olvidaré.
--Ser mujer nunca ha sido fácil. Y si no nos ayudamos entre nosotras, ¿quién nos va a ayudar?—sentenció Emma.
Las dos mujeres se marcharon despacio hacia el aparcamiento donde Emma había dejado el coche un rato antes.
Capítulo 18
En casa de Emma los días iban pasando y Marta seguía encerrada en su mutismo. Emma lo hacía todo: limpiaba, iba a la compra, cocinaba. Además, atendía a las llamadas, cada vez más apremiantes de Rodrigo y, sobre
todo, las de María, que manifestaba su intención de ver urgentemente a Marta, porque tenía algo muy importante que tratar con ella. Por otra parte, estaban sus hijos. Ya no podía tenerlos más tiempo en casa de su exmarido.
La situación empezaba a superarla. Decidió armarse de valor y, escogiendo las palabras, una tarde, después de tomar café, abordó a Marta con la mejor de sus sonrisas.
-- ¿Cómo te encuentras hoy? Te veo más descansada y creo que debes hacer un esfuerzo para volver al mundo real. Ya no puedo poner más excusas a Rodrigo y menos a María que insiste en verte porque
tiene algo muy importante que decirte.
--Sé que estoy abusando de tu amabilidad y, créetelo, me encuentro mucho mejor. Por mí, puedes traerte a
tus hijos, que es lo que de verdad te preocupa. Sabes que los quiero mucho y ayudarte con ellos me distraerá de mis problemas. En cuanto a Rodrigo, no quiero verlo ni en pintura. Pienso pedir la separación. Hablaré con mi abogado y que
se entiendan los dos.
--Y a María, ¿qué le digo? Es la que más insiste en verte.
--No me siento con fuerzas para hablar con ella, pero puedes decirle que me escriba. Si no te importa, tú me puedes traer la carta y así yo tendré tiempo para pensar lo que voy a contestarle. Entre Rodrigo y ella
me temo lo peor.
A los pocos días, Emma se presentó con una carta de María. Marta la cogió con aire de preocupación.
--Perdona que no la lea delante de ti. Prefiero encerrarme en mi cuarto. Cuando haya asimilado todo esto, lo comentaré contigo. Para ti no tengo secretos.
--No tienes que darme explicaciones de nada. Las cartas son personales. Lo único que me preocupa es que algo pueda hacerte daño, pero te veo recuperada y cada día más
fuerte.
--Sin ti no hubiera podido superar todo esto y lo que me queda por ver.
--Hala,
vete a tu cuarto y llámame si me necesitas. Dame un beso. Fuerza y valor.
Marta cerró la puerta de su habitación. Encendió la luz de la mesita de noche. Se tendió en la cama, colocó varios cojines a su alrededor para estar más cómoda y se recostó en la almohada. La experiencia
le había demostrado que para enfrentarse a una situación difícil era preciso estar relajada. Había llegado la hora de conocer la verdad. No podía seguir escondiendo la cabeza bajo el ala. Respiró hondo. Cogió
el abrecartas, las hojas venían numeradas. Leyó la primera.
Querida Marta:
Perdona si no es el momento más oportuno para ti, pero no puedo esperar más tiempo para comunicarte algo muy importante y que nos afecta a las dos. Emma me ha dicho que te encuentras casi recuperada
y espero que así sea. Te envío una copia de la carta que mi madre le dio a Rodrigo para que me la entregara cuando muriera. Después, él me ha confesado que supo su contenido desde el principio porque mi madre en su desvarío
se lo contó todo, confundiéndolo con su confesor. Esta carta llevaba en su poder desde que estuvo en el pueblo para informarle de la muerte de Agustín. Es verdad que ha cumplido su promesa de no entregarla hasta que ella muriera, pero
dada la importancia de la revelación, no sé si lo ha hecho por fidelidad a ella, por indecisión, por cobardía o por no complicarse la vida.
Cuando
la leas, por favor, no juzgues de inmediato. Te he escrito después algunas reflexiones, como madre, que quizás te ayuden a comprender, aunque necesites algún tiempo para perdonar.
Marta buscó la segunda hoja, con la letra de Doña Soledad. La reconoció inmediatamente y leyó con la respiración
contenida.
Mis queridas hijas:
Cuando yo era muy joven, tuve, a escondidas de mis padres, una relación amorosa con un muchacho del pueblo de posición inferior a la mía. Me quedé embarazada. Mis padres me llevaron
muy lejos para dar a luz. Ante mi insistencia por quedarme con mi hija y la amenaza de fugarme si me la quitaban, buscaron una solución que yo acepté, presionada por las circunstancias.
El padre se quedaría con la niña después de casarse con otra persona que estaría de acuerdo en todo. A cambio, yo podría ver a mi hija siempre que quisiera y ellos recibirían una cantidad de
dinero todos los meses. El martirio de no poder llamar “hija” a mi Marta me ha acompañado todos los días de mi vida y todos los momentos de esos días.
Marta suspendió la lectura y la respiración. Cerró los ojos, dejó caer la carta sobre la cama, sintió
que se asfixiaba. “Así es que era esto. Ahora todo encaja. Tengo miedo a seguir leyendo, pero debo acabar con esta situación cuanto antes. Me siento fuerte de cuerpo y mente: Adelante, Marta, continúa. Siento miedo y curiosidad a
la vez”.
El padre es Tomás, el encargado de una de mis
fincas. En aquellos tiempos el “qué dirán” era muy importante. No culpo a mis padres, que lo hicieron lo mejor que supieron, sino a la hipocresía de la época. Pido perdón de todo corazón a mis hijas, sobre
todo a Marta, la más perjudicada, pero en aquellos tiempos ser una “bastarda” en un pueblo era estar señalada con el dedo toda la vida. He expiado mi culpa más allá de lo que nadie pueda pensar. El sufrimiento de no
poder llamar “hija” a mi Marta no está pagado con nada. Pero ahora puedo morir tranquila. Sé que María y sus abogados intentarán reparar el daño que te hice. Marta, perdóname. Espero que algún día
puedas asimilar todo esto, y confío en que no me juzgues con demasiada severidad ni a mí ni a tu padre que es un buen hombre.
Aquí terminaba la carta de Doña Soledad. Marta volvió a leerla, ahora detenidamente. No podía estarle pasando esto a ella. Cerró los ojos, se recostó
en la almohada. Miraba al techo y a la carta como si ninguna de las dos cosas fueran reales. ¿Qué hacía ella en aquella habitación extraña, con aquella carta en las manos? Pero el abultado sobre todavía traía
otro folio con letra de María.
Querida Marta:
Ahora sé que había algo de verdad en lo que siempre he sospechado. El interés de mi madre por ti iba más allá de toda lógica. Qué duro ha
tenido que ser para ella no poder abrazarte y decirte: “hija mía”. Si yo tuviera que disimular con mis hijos, no poderlos abrazar cuando yo quisiera, ni tenerlos a mi lado, creo que me volvería loca. Me preocupa mucho cómo
te sientes. Quiero brindarte toda mi ayuda y me gustaría hablar contigo, dónde y cuándo tú decidas.
Ahora comprendo la mirada ausente
de mi madre cuando creía que nadie la veía, las conversaciones secretas con Tomás. Tan jóvenes los dos, mi madre y él, y los pusieron entre la espada y la pared. O eso o darte en adopción. Mi madre, tan religiosa,
se hubiera muerto de remordimiento. Y mi padre, ¿lo sabría? Y todo para nada porque seguro que el pueblo estaba al tanto del asunto. Es un secreto que todo el mundo conoce, de boca en boca. Todo por culpa de la honra. ¡La
honra, el honor, las apariencias! Cuántos delitos se han cometido en su nombre a lo largo de la historia, sobre todo contra las mujeres. Cuánto sufrimiento. Sólo te pido que, cuando te recuperes, me concedas un poco de tu tiempo donde
tú decidas y cuando estés dispuesta para hablar.
Tu hermana,
María
Marta levantó los ojos y clavó la vista en la lámpara que colgaba
del techo. La miraba, pero no la veía. Al rato, dobló la carta con cuidado y la guardó en el sobre.
“Esto no me puede estar pasando a mí.
Siento como si me desdoblara en dos “Martas”. Una está aquí tumbada, con la carta en la mano y la mente vacía. La otra, la “Marta” que pudo haber sido, segura de sí misma como María, contando con el
amor y la ternura de una madre, sin la angustia constante de sospechar y no saber, disfrutando de una posición desahogada, sin la humillación del agradecimiento constante. Ahora comprendo la aversión a la mujer de mi padre y el sentimiento
de culpa por no amar a la que me decían que era mi madre. Si de algo estoy segura es de la buena disposición de María hacia mí. No es ambiciosa y seguro que prefiere tener una hermana y una tía para sus hijos antes que una
fortuna. Pero hay tantas cosas que arreglar. ¿Cómo explicarles a los niños la nueva situación? Y mi padre, ¿cómo se sentirá cuando sepa que lo sé todo? Así es que yo era algo que había que
ocultar. Claro que desde Madrid todo se ve tan distinto”.
Marta cogió el sobre con las dos manos.
“En esta carta están las respuestas a todas mis preguntas. Siempre he tenido la sensación de
estar perdida, de que me faltaba algo. Cuando vi aquel cuadro de Murillo comprendí lo que era una familia y en el de Velázquez la diferencia entre María y yo. Así es que mi madre es Doña Soledad. Ella me decía: “Esta
es tu casa. Te lo digo en serio”. Y tan en serio, como que era verdad. No sé si llegaré a perdonar esta sensación de haber vivido y haber estudiado de la caridad de otra familia, de sus limosnas, de la ropa usada,
de los juguetes de segunda mano .Y era mi familia, mi ropa, mis juguetes. Y mi padre, nunca ha sabido enfrentarse a nadie, permitir que la bruja a la que he llamado “madre” me maltratara psicológicamente. Todo el pueblo era cómplice,
por eso murmuraban a mi paso. Ahora todo encaja. Nunca más volveré allí. Y María, ahora estoy en sus manos, o mejor, mi madre me ha dejado en sus manos. Tenía que descubrirse todo cuando ella hubiera muerto, estaba en juego
su honra, mi sufrimiento no le importaba nada. María siempre me ha tratado bien, pero con despego, con una insoportable superioridad y ahora resulta que somos hermanas.
Quién lo diría, ella alta, rubia, elegante, igual que su madre con ascendencia inglesa, yo de pueblo, como mi padre. Me gustaría llorar, pero no puedo. Y Rodrigo, que lo sabía y no me lo ha dicho, ni siquiera me ha
preparado para este trance. Guardaba la carta para María, tan indeciso como siempre, cobarde como él solo, ¿cómo seguir viviendo con un hombre así? No podré perdonarlo nunca. Sólo me queda Emma. Espero que ella
tampoco supiera nada, estoy segura de su lealtad. María siempre me trataba bien desde su superioridad, como cuando éramos niñas y me regalaba muñecas. No me dejaba escoger la que me gustaba, sino la que tenía repetida. Y
ahora dependo de su decisión. ¡Dios mío, cuándo dejaré de sufrir tanto! Enterarme de la verdad no me ha traído paz sino una angustia mayor, ¿cómo asimilar todo esto?”
Un suave toque en la puerta del cuarto distrajo su atención. Era Emma.
--Marta, Marta, ¿te encuentras bien? Es muy tarde y aún no has cenado. ¿Quieres que te traiga una bandeja con algo ligero? Los niños ya se han acostado y podemos charlar si te apetece.
--Pasa, Emma, por favor.
Emma entró en la habitación, despacio, sin hacer ruido.
Cerró la puerta a su espalda.
--¿Qué te pasa?, ¿te encuentras mal? Pensé que te habrías quedado dormida.
--Si tienes tiempo, siéntate conmigo. Tenemos que hablar. Pero antes, toma y lee. Yo creía que en esta carta María me decía que Rodrigo y ella estaban enamorados,
pero ya ves lo que me dice. ¿Tú sabías algo de esto?
Emma acercó una silla, se sentó al lado de la cama, cogió el sobre que
le tendía su amiga y leyó con el ceño fruncido. “Así que ésta es la famosa carta de la que me habló Rodrigo la noche que estuvimos juntos en el bar de copas. Menudo elemento el tal Rodrigo, ocultándole
algo tan importante a su propia mujer hasta última hora. Está claro que para él las formas son más importantes que las personas”.
Marta
le apretó una mano y le preguntó con ansiedad.
--Júrame que tú no estabas al tanto de nada, que no sabías nada, porque eres ya la
última persona que me queda en quien poder confiar.
--Te juro por mis hijos, que es lo que más quiero en el mundo, que no sabía nada de esto. Ni
me lo imaginaba. Él, cuando tú estabas en la comisaría, me habló de una carta que le entregó Doña Soledad para María. Me dijo que sabía su contenido, pero que no pensaba decir nada, ni siquiera a María,
hasta que la anciana falleciera.
--Ya ves la clase de hombre que tengo por marido. No quiero volver a verlo en mi vida.
--Y ahora, ¿qué piensas hacer?, ¿vas a contestar a María?, ¿piensas hablar con ella?
--Estoy tan confusa
que no sé ni por dónde empezar. Seguro que esta noche no pego ojo, dándole vueltas a todo esto. Siento un torbellino de pensamientos contradictorios, la indignación por mi vida de mentiras, la pena por mi padre unido a una mujer
para guardar las apariencias, el sufrimiento de Doña Soledad. Se me hace raro llamarla “madre”. Recordar la opresión del pueblo y el afán de los dos por sacarme de allí, la cobardía de Rodrigo. Todo esto va y
viene en mi cabeza y creo que me va a estallar.
--No tienes que tomar ninguna decisión ahora mismo. Puedo traerte la cena, tomar una tila y procurar dormir un
poco. Si el sueño no llega, al menos procura descansar. Yo vendré de vez en cuando a darte una vuelta. Con los niños me levanto por la noche para ver si están bien. Cuando se ha descansado, se ven las cosas con más claridad
y la solución aparece casi sin darte cuenta.
--Gracias Emma, eres una verdadera amiga. No sé qué hubiera sido de mí si no hubieras estado
siempre a mi lado.
--Siempre te he considerado casi como una hermana. María y tú me habéis ayudado más de lo que os podéis imaginar.
Si las mujeres no nos ayudamos entre nosotras, ¿quién nos va a ayudar?
Emma salió pensativa y volvió al cabo de un rato con una bandeja y
una cena fría.
--Te he preparado esto para dejártelo aquí. Así, si no tienes hambre ahora, podrás tomarlo cuando te apetezca.
--Gracias, eres un sol.
--Ahora, procura descansar. Mañana lo verás más claro
y tomarás las decisiones que más te convengan. Tiempo al tiempo. No hay prisa. Buenas noches.
Emma salió de la habitación y cerró
suavemente la puerta. Marta examinó la comida de la bandeja, tomó la taza de tila y se dejó caer sobre la almohada, dispuesta a pasar una larga noche de insomnio.
A la mañana siguiente, Emma llamó suavemente a la puerta de la habitación de Marta. No recibió respuesta, pero entró
con mucho cuidado. La encontró como la dejó la noche anterior, con los ojos fijos en la lámpara y el cuerpo tenso.
--Vamos, Marta, es tarde. Mientras
te duchas, te preparo el desayuno y me cuentas lo que has decidido. Eso, si tienes ganas de hablar.
Marta se levantó dócilmente y entró en el cuarto
de baño.
Sentadas frente a frente, delante de la bandeja del
desayuno, Emma esperaba pacientemente que Marta se decidiera a hablar. Al fin, le preguntó:
-- ¿Qué has decidido, si se puede saber?
--He decidido que no quiero ver a nadie. Pondré mis asuntos en manos de un abogado para tratar el divorcio con Rodrigo y lo que sea con María.
--Perdona que te lo diga. Si eso es lo que has decidido y no quieres comentarlo conmigo, punto en boca. Pero si cambias de opinión, te diré sinceramente lo que pienso aunque te duela.
--Habla y di lo que piensas. De todas formas, vas a hacerlo. Si te conoceré yo.
--Pienso
que ser mujer nunca ha sido fácil. Ni antes, ni ahora. Doña Soledad tuvo que sufrir para evitar el “qué dirán”. María se vio privada de tener una hermana y tú te llevaste la peor parte porque con la mejor
intención te han hecho vivir una vida que no era la tuya por nacimiento.
--Lo que me faltaba. Vas a comparar la vida de María con la mía. Lo que
le importará a ella tener una hermana o no tenerla. Lo peor para mí ha sido sufrir a la que siempre consideré mi madre. Es muy duro todo.
--Eres
el ejemplo de lo que sufrieron las mujeres que quisieron romper el cerco de una cultura patriarcal, pero lo conseguiste y tienes la vida que has deseado. María sin saber nada te ayudó en lo que pudo. Muchas se quedaron por el camino. Mírame
a mí, lo que estoy pasando para sacar mi carrera adelante.
--Tú al menos tienes a tus hijos y nunca estarás sola. Pero a mí, ¿qué
me queda?
--Bueno, eso de que por tener hijos nunca estaré sola vamos a dejarlo. Pero mira, en vez de tanto quejarte, te nombro desde ahora “madrina de
honor” de mis hijos. Ahí tienes tarea para siempre. Ayúdame con ellos.
--Eres de lo que no hay. Siempre tienes salida para todo, pero, gracias,
lo pensaré.
--Volviendo a lo que nos ocupa, estoy pensando…
--A
ver, ¿qué propones?
--Piensa que María también ha pasado lo suyo, los tejemanejes de su marido, tus indirectas. Ignoraba el mal que la rodeaba
o no quería verlo, pero el mal existe y, si no estás atenta, te estalla en la cara. Aún me tienes que explicar por qué te fuiste del hospital sin decir nada. No creas que no me di cuenta.
Marta dio un respingo, como una niña cogida en falta. No se le escapaba nada a la aparentemente despreocupada Emma. Bajó los ojos, avergonzada al recordar aquel episodio. Tampoco ella podía
ponerse de ejemplo de nada.
--Está bien, está bien, ¿qué propones?—preguntó con una irritación contenida.
--Me parece buena idea poner tu separación en manos de un abogado, pero con María es diferente. Creo que debes escribirle cuando tengas claro qué quieres decirle. Si
no te importa, yo le diré que has decidido contestarle a su carta y que espere unos días.
--Pensaré en lo que me estás diciendo, pero no
te prometo nada.
--Eso me vale. Bueno me voy a comprar comida, que mis hijos no perdonan. Procura descansar, aún no te veo totalmente recuperada.
Emma salió y Marta se quedó sentada en el sillón, pensativa.
Pasaron varios días y el carácter pragmático de Emma empezaba a impacientarse. Todo lo que habían hablado no había servido para nada y la situación
empezaba a ser embarazosa. Pero una tarde Marta salió de su cuarto exultante con una carta en la mano. Su aspecto había mejorado y mostraba una gran determinación.
--Mira, Emma, la carta que he escrito para María, después de pensarlo mucho. Quiero saber tu opinión sincera. Toma y lee.
Emma leyó
una y otra vez el contenido de la carta y miró a Marta que esperaba su decisión.
--Y por qué no le pones al final “tu hermana”.
Tienes que irte acostumbrando.
--Paso a paso se llega lejos.
--Me parece bien
lo que has escrito. Yo se la llevaré.
De noche, después
de cenar, mientras saboreaba la infusión que siempre le preparaba Eloísa antes de dormir, María cogió el sobre con las manos, lo encuadró entre sus dedos, le dio varias vueltas y en un arranque de decisión lo abrió
y comenzó a leer.
María:
Después de mucho reflexionar, me decido a escribirte. Quiero que sepas que en un primer momento me invadió una rabia y un rencor imposible de describir con palabras. Qué distinta hubiera
sido mi vida en una familia normal. Todo el mundo antepuso su conveniencia a los derechos de una niña pequeña e indefensa. No quiero juzgar a Doña Soledad, perdón, a mi madre. Necesitaré tiempo para acostumbrarme a llamarla
así. Pero ni siquiera el hecho de la hipocresía de la época la justifica. Existieron mujeres que antepusieron el derecho a tener a sus hijos a cualquier cosa. Pero ella ha muerto y yo tendré que aprender a vivir con esta carga.
En cuanto a ti, no quiero que te sientas culpable por nada. Es verdad que siempre he sentido tu superioridad, aunque quizás sean figuraciones mías. Tampoco yo he correspondido
siempre con el agradecimiento debido.
Para tramitar mi separación de Rodrigo he decidido poner mis asuntos en manos de un abogado. El mismo abogado se pondrá
en contacto contigo para todas las cuestiones burocráticas. Sé que eres una persona generosa y agradezco tu ofrecimiento de solucionarlo todo. Confío en ti.
He decidido hacer el Camino de Santiago. Necesito pensar, pasar unos días en soledad, y aclarar mis ideas. Cuando vuelva, te llamo, hablamos y poco a poco nos acostumbraremos a la nueva situación, si esto es posible. Pero tenemos
toda una vida y buena voluntad para hacerlo.
Besos para los niños,
Marta